viernes, 20 de marzo de 2009

Llamada perdida

Manolo quiso que lo enterraran con su teléfono encendido y cargado. Era maniático de los móviles y presumía de tener uno para cada cosa. Un Motorola Orange de tarjeta para hablar con sus sobrinos, que usaba poco. Un Samsung de Vodafone, contrato 24 horas, para posibles emergencias familiares. Y el Nokia N96 consumo mínimo movistar tarifa plana cinco, según él duado con Alberto. En uno de los últimos pocos momentos de alivio que le permitieron los opiáceos, le dijo a su amigo asomándose por encima de una dura sonrisa: -Que sea con el Nokia, Alberto. Tiene batería de litio, mucha cobertura. Será el más útil si desde el más allá dejan llamar.

Lo enterraron un mediodía de marzo en el nicho que la familia de su padre tenía en el cementerio allá en lo alto del pueblo. Alberto tuvo que acercarse al encargado para explicarle que Manolo llevaba el móvil encendido en el bolsillo de la camisa, porque uno de los presentes había tenido la ocurrencia a última hora de marcar el número del difunto y, con el fondo de la sintonía de Fauré, aún repetía entre avergonzado y triunfante: -cobertura sí que hay, hay. El encargado se limitó a apostillar, mientras alisaba el yeso cuidadosamente con la espátula: -¡si yo le contara lo que la gente llega a hacer!

Las bromas tienen su momento, pero cuando son macabras se cobran intereses. Dos noches después del sepelio Alberto se despertaba sobresaltado. Son tantos los ruidos que suenan a sintonías en la lejanía de la calle, tantas las llamadas que esperamos de quienes nos olvidaron; tan ligeros esos calambres en la pierna o el brazo que parecen vibraciones. Miró la hora en la oscuridad asfixiante, puso la radio y tras aguantar un segundo o dos cogió el teléfono en un impulso de rabia y ansiedad. No, menos mal, no había ninguna llamada. Cuando volvió a quedarse dormido sus sueños disparatados, coloreados de incertidumbre, lo devolvieron a su amigo enterrado. Recordó que Manolo le había dicho en una ocasión: –A veces sueño que estoy leyendo, que lo intento, pero que no hay luz, ni aire, es como si leyera a cámara lenta. Y soñó que cogía el móvil con unas uñas largas y astilladas, que tenía un mensaje, de dos palabras, que se resistían a ser leídas: estoyvivo?

A la noche siguiente volvió a dormir y a despertar, a escuchar con atención la bolsa de plástico que se movía con la corriente de aire, la pared que crujía al encogerse, su propia respiración en la habitación, y el olor a Paco Rabanne que salía del armario. Despertó con el recuerdo vivo de otro mensaje nuevo: agua. Esta vez, con el corazón agitado, seleccionó el nombre en la agenda y, sin pensarlo, hizo la llamada. Sonó una vez, y dos, y tres. Alberto apreció la sed, la frialdad del nicho. Volvió a llamar y ya más seguro, apretó la tecla roja como quien aplasta una hormiga.

Al amanecer el vibrador sacudió su pecho y abrió los ojos. No podía ser. La debilidad y el frío miedo le impidieron contestar. A partir de ahí perdió la calma. Las punzadas, la claustrofobia, la desazón. Se dedicó a llamar y a llamar, por cada sobresalto, con cada recuerdo, a todas horas. En cuanto asomaba el pánico, buscaba el nombre, le daba a la tecla verde, esperaba, llamada perdida, y se tranquilizaba. Cuando una semana más tarde volvió a marcar desde el trabajo, una voz automática respondió del otro lado: el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. Entonces borró el nombre, las vibraciones desaparecieron, y volvió a descansar en paz.

Duró poco, sin embargo. Duró hasta que el encargado del cementerio llamó para darle la noticia:

-Dijo el de la policía judicial que debió ser el litio tan cerca del corazón. Las continuas llamadas fueron como descargas de un defibrilador: le devolvieron unos cuantos latidos y la sangre volvió a correr, quién sabe cuántos segundos.

-¿Y por qué no me llamó cuando oyó rasgar el nicho? Preguntó Alberto, sabiendo que ya nunca más estaría tranquilo.

-Aquí hay toda clase de bichos, hasta ratas, contestó el sepulturero mirándose las manos. Lo peor fue que la gente no dejaba de asombrarse, el móvil sonoba y sonaba dentro del ataúd. Cuando fuimos a poner la lápida definitiva me decidí a abrirlo para apagarlo. Y allí estaba. El pobre hombre había conseguido sacárselo del bolsillo. Tenía las uñas destrozadas, el nokia agarrado y la agenda abierta. Supongo que no pasó del primer nombre. Pensé que querría saberlo.

Ricardo Navarrete Franco.

1 comentarios:

Puli dijo...

Esta ha sido la mejor idea que hemos tenido este año. Es una pena que no hablaramos de las historias la semana pasada. Este último relato me ha recordado a la clase que dio Ricardo cuando nos explicó la muerte de Dignam, pero este muerto tiene un mensaje un poco más relevante que el de Ulysses.¿No creeis?
Por cierto, gracias Juanma por encargarte del blog.