miércoles, 15 de abril de 2009

Ceguera

Le gustaba oir a Bonnie Prince Billy cantando “and then I see a darkness”, aunque ahora prefería oírselo a Johnny Cash por su desgarro y crudeza. La oía en su Ipod para poder dormir. La música se mezclaba con sus sueños hasta penetrarlos y contaminarlo todo. “Oh, no, I see a darkness, oh no, I see a darkness, oh no, I see a darkness, oh no, I see a darkness...” estas palabras repetidas una y otra vez lo transportaban al suceso que recordaba una y otra vez. Ya casi no veía imágenes en sus sueños, sino más bien sonidos, olores y vagas luces.

Luces de faros...
ruido chirriante de ruedas derrapando contra el pavimento...
olor a humedad y sangre.
Y al final solo oscuridad.

Hasta que una imagen se iba acercando a él. Era la cara de Ana mirándole. Y mientras lo hacía, quieta, desde el centro iba cambiando hasta convertirse en la cara de él: “yo soy Ana”.

Despertó bruscamente por la pesadilla pero casi hubiera preferido seguir durmiendo, pues al menos el tiempo allí es menos pesado. Vivió el proceso de la pérdida del ser querido en tres fases: dolor por la pérdida, dolor por la ausencia y por último soledad. Una soledad pesada como el tiempo y oscura como su sueño, como todo lo que ahora veía.

Como un maldito presagio, poco antes del accidente se había estado encontrando con pequeños pájaros muertos en la calle. Le hacía recordar una clase de literatura en la que Navarrete había explicado que los pájaros volando eran un símbolo del amor en literatura. “Pájarillos muertos, pobres amores muertos”. Ahora al recordarlo reía y lloraba al mismo tiempo.

Mª Reyes Ferrer Astillero

jueves, 2 de abril de 2009

Sin título

Sonaba triste, con un quejido atragantado que no terminaba de arrancar. Un mal sentimiento que yo sabía no crecería, y acabaría disolviéndose en mil trivialidades. Olía a perfume, pero no el que solía usar los sábados por la noche. Rocé su cabello con mis manos mientras me contaba la historia, mil veces repasada mentalmente. De pronto un toque de café y naranja en el aire me devolvió a mi infancia un segundo, cuando solía soñar la vida. Pedí tocarle el rostro, un frío muro de seriedad que intentaba sostenerse con esfuerzo. Sentí sus brazos, y su corazón latía a la velocidad de mis pensamientos, que se fueron un momento de nuevo al pasado tras el recuerdo de una vieja canción. Tras esto se marchó, se bajó del escenario sin siquiera esperar que terminaran los aplausos.
Yo me quedé sentada en mi cueva. Cuando no hay sombras que te confundan ni luz que te ciegue, sólo queda la verdad.

Mª Dolores García Torres