jueves, 17 de diciembre de 2009

Osiris Padre


Sobre el cuerpo inerte de su esposo, Isis concibió un hijo. Gracias a Anubis lo embalsamó, convirtiéndose en la primera momia de Egipto, y lo escondió en un lugar que sólo ella conocía y que permanece oculto y secreto hasta este día.


Muchos años después, frente al jurado del Príncipe de Asturias, la doctora Suárez había de recordar aquel día remoto en que hizo su descubrimiento en el parque nacional de Timanfaya. Hacía mucho ya de sus rupturistas avances en escritura pre-jeroglífica, del hallazgo del manuscrito del escriba Ani en el Museo Británico; mucho de la elaboración de la tesis que cambiaría la historia antigua: el paraíso que los egipcios llamaban Amduat no era otro que Lanzarote, en la ruta hacia el oeste. Pasó luego rápido el lustro de incursiones en los cientos de burbujas volcánicas de la isla; y llegó la mañana en la que se adentró por aquella grieta del pedregal negro conocido como Valle de la Tranquilidad.
La cámara mortuoria estaba intacta, el ritual de los muertos escrito sin un fallo en paredes, féretro y vendas, los ushabti simétricamente colocados, el escarabajo en el corazón, ningún rastro de cadaverina. Siempre recordaría que le vino a la cabeza el verso de Prufrock al verlo: Spread out against the sky, like a patient etherised upon a table. Tardó poco en comprender que eran versiones únicas, nunca vistas, del libro de apertura de la boca y el libro de las respiraciones. “I am Lazarus, come from the dead, Come back to tell you all.” El dedo, seco y alargado, parecía apuntar hacia el cartucho en el lateral del sarcófago donde estaba escrito el nombre de Isis, esposa de Osiris.
No, ella no era Isis, pero ¿cómo decírselo a quien dormía un sueño milenario? El silencio engendró silencio.
De aquella cueva salió la notoria descubridora de la tumba del Osiris histórico y también una mujer embarazada. Tuvo una hija, a la que llamó Lara, sin pecado concebida y descendiente directa del dios. Nunca se lo dijo a nadie. El silencio engendró más silencio.


Ricardo Navarrete Franco

domingo, 13 de diciembre de 2009

El caballero de la mano en el pecho


Instituto Albéniz, segundo de bachillerato, clase de arte. Don José Luis mira por la ventana, la mano en el pecho, esperando silencio.
A veces funciona, a veces no.

“Eses” líquidas, largas y sordas salpican el aula.
Él, que se ve elegante con la chaqueta de terciopelo oscura, se vuelve, la mira y fantasea que ella fantasea que él fantasea que ella fantasea. Desde la segunda fila Cata se tira de la camiseta para taparse la cadera helada y sonríe porque sabe –todos lo saben-- que “el Picassu” se compra la ropa en las taras del máximo dutti del aeropuerto y apenas se cambia los levi’s 501 tiro alto apretados cortos.

José Luis se siente satisfecho porque sigue un plan. Este curso ya les ha dictado, a velocidad de apuntes, que el mundo de Dalí tiene la consistencia de la mierda blanda, producida por la crónica irritación de colon del artista. Que el cubismo de Picasso demuestra que la gravedad no atrae a todos los cuerpos con una fuerza igual a 1132 pies por segundo por segundo, de ahí las deformaciones. Y hoy se pasa la hora con la mano en el pecho explicando que los caracteres del Greco son alargados porque el artista los imagina aún sumergidos en el líquido amniótico del útero materno. Que el caballero lleva el ojo izquierdo entornado porque efectivamente le ha entrado agüilla, que el cuello le aprieta porque apenas hay espacio para respirar, que los dedos no están alargados sino aplastados, y que con ellos apunta al corazón para decirle a su mamá que la ama. Todo homosexualidad latente, claro.

Hacia el fondo de la clase el barbilampiño Benítez aprovecha la coincidencia para entonar con la laringe apretada un embozado “Picassu mariquita!” José Luis mira el reloj, le quedan diez minutos de clase, once años para la jubilación anticipada. “No hace falta que atiple usted más la voz, Benítez, ya le cambiará si algún día le crece el vello.” Benítez se sonroja. Cata también. Estocada al corazón.

Afortunadamente, desde hace años ninguno de sus alumnos aprueba selectividad. En delegación no sospechan nada, acostumbrados como están a los comentarios desaforadoes de los de arte, fracasados precoces todos. José Luis sonríe cuando suena el timbre: quería ser el caballero de la mano en el pecho, pero con esta gente no puede, no puede.

Ricardo Navarrete Franco

domingo, 29 de noviembre de 2009

Jueves

Aún recuerdo aquellos años en los que los jueves se habían convertido en mi día favorito de la semana. Desde por la mañana ya me despertaba pensando en lo que pasaría por la noche. Era la noche de las películas y mis 3 mejores amigos y yo nos reuníamos para una sesión de cine "en familia". A la fiesta se unían nuestras novias, que no eran tan flipadas como nosotros, pero disfrutaban viéndonos lo felices que eramos con un plan tan simple.

En nuestras cabezas no cabía la posibilidad de un jueves sin noche de las películas. Pensaba que siempre seguiríamos haciendo eso, semana tras semana. Pero como dice el dicho: 'Nada dura para siempre' y el número de gente asistente a la noche de las películas fue disminuyendo gradualmente. Primero Javi y Maite cortaron, después Juan y Pedro dejaron de hablarse tras una discusión absurda (como en la mayoría de las veces que 2 personas rompen su relación por completo). Así que al final sólo quedábamos mi novia y yo. Hasta que me dejó.

Hoy, como cada jueves, sigo haciendo la noche de las películas, tratando de rememorar aquellos años en los que fui bastante feliz. No sólo por el hecho de disfrutar de una buena película, sino por el hecho de tener a personas que consideras tu gente a tu alrededor y tener la certeza de que todo seguirá así. Lamentablemente, nada dura para siempre.

Juan Manuel Regalado Hens

jueves, 26 de noviembre de 2009

Lunes


Cuenta una leyenda que una mujer, llamada Afaia, recogió a un bebé que se encontró en el camino de vuelta a su granja.

Ocurrió un día de verano muy distinto a cualquier otro, pues la luna era tan grande y redonda que parecía apresurarse hacia ella, como queriendo decirle algo. Esto sorprendió a Afaia pero, aún así, cogió al bebé en sus brazos y se marchó.

Pasaron los años y el pequeño bebé se convirtió en el joven Nalu, un muchacho muy deseado entre las jóvenes del lugar. Nalu siempre le pedía a su tía Afaia que le contara la historia de su nacimiento (así es como el llamaba al primer encuentro entre ambos) y el por qué de su mancha de nacimiento en forma de liebre. A esto último Afaia nunca supo que decir, pues no quería contarle de donde provenía.
Al joven Nalu le sorprendía mucho como algo tan lejano y a la vez tan cercano como la luna podía cambiar su forma hasta ser tan redonda como una naranja. Le fascinaba observarla y comparar los dibujos de esta con su mancha de nacimiento. También imaginaba viajar hasta ella y quedarse profundamente dormido.

Pasado unos días, Afaia comenzó a temer, pues se acercaba el señalado día, el día en que el joven Nalu se haría mayor y se marcharía. Ella lo había aceptado hacía ya mucho tiempo, sin embargo eso no le impedía que las lágrimas se deslizaran continuamente por su rostro. Llorar de tanta tristeza que sentía al saber lo que pronto iba a suceder. Nalu la consolaba y preguntaba el por qué de ese llanto, pero Afaia no respondía, solo lloraba y observaba el cambio que poco a poco se iba produciendo en Nalu.

La noche del lunes, Nalu fue testigo de algo milagroso, una segunda luna llena en un mismo mes. ¿Cómo podía ser? Se preguntaba Nalu, pues el había aprendido muy bien los cambios lunares. Fascinado por el acontecimiento, subió al tejado para poder verlo mejor y allí, sentado con una manta de lana alrededor de su cuerpo, sintió como la luna le miraba y se acercaba hacia él… entonces Nalu comenzó a sentir una atracción hacia ella, oyó como le hablaba en un lenguaje dulce pero ininteligible y, cuando acabó de hablar, sonrió.

Nalu no se sorprendió por haberla entendido, pues de pronto sintió que algo muy fuerte le unía a ella, un lazo imposible de romper y así, hipnotizado por la magia de la luna, se precipitó hacia el borde del tejado y desapareció.

Todavía hoy Afaia recuerda con cariño como, durante tantos años, tuvo el privilegio de cuidar al niño más prodigioso del planeta, al hijo de la luna.

Gloria Romero García

lunes, 23 de noviembre de 2009

La damas de Avignon


Las dos y media de la mañana y Laurita está dormida, pobre. ¿El azul o el rojo? Un tipo la otra noche me dijo que tenía unos ojos muy bonitos. Pero no me invitó ni a una copa el hijo de puta. Con el rojo seguro que le iba mejor. Suena el timbre. Tacones de once centímetros rojo pasión por el pasillo. Siete euros, pero casi se pega con la gitana. ¿Dónde coño está mi bolso? ¿Sin bragas?, no gracias, yo soy una dama.
¡Hace más frío que su puta madre! Pero el vestido luce más con los pezones marcados. Un día me muero de una pulmonía. ¿Esa es la Manuela? Siempre empieza la primera la muy zorra. En la cola de la furgoneta igual: siempre tiene que ser la primera en tomarse el café. Como si fuera la única cosa caliente que llevarse a la boca por aquí. Mañana es el teatro de la niña, hoy nada más que hasta las seis. A ver las madres cómo se portan, siempre mirando por encima del hombro las hijas de puta. ¡Malas puñaladas les den! Si no estuvieran tan manías yo no tendría trabajo. Como si a mí me gustase ir cosiendo los trapos rotos de las demás. ¡Que se jodan! ¿Cómo estará durmiendo hoy mi niña? Un cliente.
Pero a nadie le importa lo que la Maru piense. Y menos al Pelao, cuyas venas arden por la necesidad de la sustancia intoxicante. Se acerca como para hablar con ella, amiga de toda la vida, y le raja la cara. No quería hacerle tanto daño. ¡Mierda!

Desfigurada, se mira al espejo con pena. Y luego a su niña, que duerme. Va sin ganas a ponerse los zapatos, los rojos no, no, que le dan mala suerte. En el descampado el mismo frío de siempre. L a Manolita se baja de un BMW fumando un cigarro. A su lado la Rumana, que no habla español, sólo la lengua del dinero, y la Sussi, que la obliga el marido a venir.Poco después llega La Resabiá, que antes se llamaba Pepe. Se ven unos faros y las tres se levantan de golpe: pezones el viento.
El pintor, desconcertado, no sabe cómo plantear el tema. En seguida la Maru, que siempre quiso ser estrella, se acerca con picardía. Ve sus ojos brillar y sabe que es ella, aunque como es tan aprovechada consigue enchufar a sus cuatro amigas.
La cinco se desnudan con la cansina trivialidad forjada a fuerza de costumbre. El vello impudoroso asoma, y junto a él las cicatrices provocadas por los gajes del oficio. El rostro desfigurado de la Maru no es más que un espejo de su cuerpo maltratado y de su alma olvidada. Cuatro damas contorsionadas hasta casi romperse por intentar amoldarse a la calle. Cuatro himnos a la sombra de nuestra sociedad. El pintor se emociona, contiene el llanto, se frota la cara, pero la Rumana interrumpe el vivo discurso que lucha por salir entre sus pulmones. Entonces, ¿chupar sí o no?

Mª dolores García Torres

domingo, 22 de noviembre de 2009

Un virtuoso del aire


Fue acostumbrándose a dejar de respirar y con el tiempo la cara se le quedó roja roja. De pequeño aguantaba sin problema los minutos de silencio en que nadie respondía a las preguntas de Lengua, o el rato que don Juan tardaba en explicar que una ecuación de segundo grado consistía en “averiguar qué valor o valores al ser sustituidos por la indeterminada convierten la ecuación en una identidad.” En casa se echaba partidas enteras de tetris sin tomar aire, asustaba a su hermana haciéndose el ahogado en el baño; y en una ocasión le dio el disgusto a la madre saliendo de la cocina con la cabeza totalmente envuelta en papel celofán. Lo llevaron a varios dermatólogos, pero ninguno supo explicar por qué se enrojecía tanto la piel al contacto con el oxígeno. “Su hijo es anfibio,” llegó uno a decir. Al menos eso le dio una popularidad efímera y un contrato para un anuncio de coches en televisión.
Para él era una de las cosas más sencillas del mundo, En verdad no lo negaba a nadie, pero no le creían: en el mejor de los casos lo atribuían a un sentimiento de modestia; pero generalmente lo consideraban un propagandista, o un ruin farsante para el cual no respirar era fácil porque conocía el sistema de hacerlo.
La fractura entre él y el mundo comenzó cuando ganó el concurso de buceo en el campamento y lo descalificaron por tramposo. Ya de mayor, la sauna, el yoga, la apnea, la retención en vacío y la lectura de Kafka le ayudaron a comprender que todavía estaba en condiciones de prolongarlo más, todavía mucho más, por tiempo ilimitado. ¿Por qué cortarlo cuando estaba en las mejores condiciones? Un día decidió dejar de respirar, como quien deja de fumar, y llevó una vida más o menos normal durante cinco semanas y media. Actualmente su expediente está depositado, junto con el cuerpo, en un centro de investigación del CSIC. Lleva el nombre clave de anfibio rojo.
Ricardo Navarrete Franco

lunes, 16 de noviembre de 2009

The Walk, Woman with a Parasol


Noche tras noche repetía el mismo ritual, justo antes de irse a dormir. Arropaba al pequeño Jean y le contaba un cuento, después le daba las buenas noches a su marido y entonces se iba al minibar del salón a servirse su bebida preferida. Con la copa de vermú en la mano y encajada en su blanco camisón, se sentaba en el confortable sofá, junto al fuego, y se dedicaba a observar su más preciado tesoro, “Madame Monet and Her Son”, pintado por el pintor francés Monet, y comprado hace un año en Nueva York. Mantenía una mirada constante en el rostro de la mujer vestida de blanco hasta que se le acababa la copa y, acto seguido, se iba a dormir. Y así todas las noches desde que se apoderó del cuadro. Supongo que lo hacía porque era lo único que, desde hace tantos años, le hacía sentir paz, una profunda y calmada paz que no había sentido desde que se casó y pasó a vivir una vida muy lujosa en la cual no le faltaba de nada. Pero eso no le gustaba; no le gustaba su casa junto al acantilado; no le gustaba su armario, lleno de ropa de toda clase de marcas caras; no le gustaba el hombre con quien se había casado, un completo gilipollas, un avaricioso empresario (¿por qué lo habría hecho?); no le gustaba su… Bueno, era su hijo y lo quería mucho, pero nunca se había visto como una madre modelo. Pese a todo esto, había encontrado su pequeño mundo, sólo suyo, nadie podía quitarle su momento de paz… ¿O si?

Al día siguiente se levantó y se dedicó a hacer lo que toda madre rica sin trabajo hace: nada. Y a pesar de no hacer nada, tardó un rato en darse cuenta de que algo en el salón había cambiado.¡¡EL CUADRO, EL CUADRO!! No estaba. Lo buscó por todas parte, cada rincón de la casa, pero no halló nada. Empezó a sentir una gran angustia, como si hubiera perdido a su hijo o hubiera muerto su padre; no podía respirar, sentía una gran presión en el pecho. Llamó a su marido para saber si él se lo había llevado; fue al colegio en busca de Jean, pues podría haberlo roto y luego haberlo escondido para que mamá no se enfadase. Nada, el cuadro no estaba en ninguna parte.

Y así pasaron tres días, ella sentada delante de donde solía estar colgado el cuadro, bebiendo una copa tras copa, en un estado de shock que nadie podía creer. Al cuarto día se despertó, pero ya era de noche. Se dirigió hacia las habitaciones y vio que estaban todos durmiendo. Volvió al salón, se calzó sus zapatillas blancas a conjunto con su camisón, cogió un paraguas blanco y salió a uno de los patios con vistas al acantilado. Se asomó para ver el fondo, no se alcanzaba a ver nada, pero si vislumbró algo entre las rocas más cercanas al patio. Era el cuadro, su preciado cuadro que tanto había buscado. Se agarró a la baranda y alargó el brazo para rescatarlo, pero al ver que era imposible sintió tal desesperación que se arrojó al vacío llevando el cuadro consigo.

Gloria Romero García

viernes, 6 de noviembre de 2009

El lamento de Dafne


No tiene nombre. Hoy no. No le importa si la conocía de antes, o ir en contra de la ley. Es su cumpleaños, puede prescindir de la realidad por un par de horas. Se siente como una criatura extraña apunto de atacar. Poderoso. Casi había olvidado los gritos de su madre histérica mientras bajaba las escaleras. Una sombra, mierda. Da media vuelta rápido y retoma su camino una vez pasan las luces sin sirena. Una lámpara rota en el suelo de su habitación. La furia de su puño partiendo en mil pedazos la opresión. Villano heroico de incógnito repitiendo la valiente hazaña. Sonríe en la oscuridad mientras la espera. Huele su perfume antes de escuchar el retumbar constante del suelo en sus tacones. Estoy enfermo.
La sombra que rompe la cadencia de sus pensamientos la deja un minuto sin respiración. Luego viene el miedo. La fuerza, la violencia, los nervios. La incertidumbre. Una certeza amarga y luego el llanto. Llora fuerte para tapar el dolor con vergüenza. Uñas rotas, miembros contusionados, desgarro. Sangre. Humillación y más vergüenza. Siempre quedan fuerzas para resistirse, lo que no le queda es tiempo. Comer o ser comido, esa es la ley. Aprieta los dientes con odio esta vez. La sangre del enemigo sabe más a hierro. El sudor del enemigo apesta como pescado podrido.Asco.
Perdida la batalla, no hay pañuelo blanco que ondear.Una lágrima se congela durante siglos en su mejilla. Sus brazos cansados yacen inertes por el resto de su existencia. Sus pies anclados a la realidad profundamente, no la dejan levantarse. Los rizos de su pelo se enredan con asco entre la basura que le rodea. Atrapada para siempre en el mundo físico de Siempre Jamás, busca su espíritu. De pronto encuentra una rima.

Dulce madre mía, no puedo trabajar,
el huso se me cae de entre los dedos.
Afrodita ha llenado el corazón
de amor a un bello adolescente
y yo sucumbo a ese amor.

Mª Dolores García Torres

martes, 3 de noviembre de 2009

Another dreadful day


Mirada fija en la carretera, cabeza baja como único movimiento, mientras el tiempo pasaba sólo a su alrededor.

Ahí viene el coche, ya están aquí.

Byron no entiende del paso del tiempo, su pelo está cada vez más gris y lleno de hierbajos, pero en su interior el animal no se aleja de aquel día en que fue abandonado.

Han pasado. Ese no es mi coche, ni mi familia.

El espacio tampoco existe para él. Esa carretera no es más que un accidente. Su familia no está ahí porque tienen que venir a por él. Su familia tiene que venir a por él, estarán echándole de menos y sientiéndose culpables por haberle perdido en un despiste.

Seguro que son esos de ahí. Los pobres lo habrán pasado mal buscándome.

No huele a lugar habitable, el sol calienta y recalienta, además, apenas encuentra agua. No puedes sentirte cómodo si no estás en casa.

¿Esos tampoco son? Pues no veo que vengan más coches por ahí.

Si se unieran sus expectativas y sus respectivas frustraciones formarían interminables curvas. Esas curvas formarían parte de una espiral, porque esta historia no tiene un fin, será siemrpe igual. Nunca vendrán a por él.

Reyes Ferrer Astillero

miércoles, 28 de octubre de 2009

La Vida y Muerte de Joel Kruczinsky Jr.



La vida del cabeza del grupo Charlie and the Clementines, autor de canciones como Little Hamlet o Dancing with Dead Alliens, se apaga en el club neoyorquino The Nest.

Por Robert S. Musso
(Traducción del reportaje para la Rolling Stone americana)

Nueva York. Nueva York llora. El benjamín del rock americano, el último hijo favorito/odiado de América (o el enfant terrible como algunos se empeñan en llamarle) ha muerto. ¿Sorpresa? Ninguna. Todos esperábamos que, tarde o temprano, la vida de este hijo del rock se acabara debido a sus excesos con las drogas y el alcohol.
Primogénito del cantante homónimo Joel Kruczinsky (más conocido como Joe Allien, líder de la banda Dancing with Alliens), este hijo de rockero abrió los ojos entre guitarras eléctricas, músicos casi famosos y groupies. Así pues, el rebautizado como Charlie Pace, fue probando el fuerte pero adictivo sabor del rock and roll más puro. Aprovechando como puente la fama que construyera su padre, Charlie Pace quiso ir muy lejos demasiado rápido.
[…] Consiguió la fama, sí, aunque no todos nacen con la capacidad (física y psicológica) para aguantar el mundo de la música; no todos los cuerpos soportan los excesos que esta profesión exige y así, anoche a las 03: 45, el cuerpo del joven Charlie/Joel terminó quemándose con la explosiva mezcla de cocaína, heroína, marihuana, valium y varias copas de más.
[…] Para despedirnos de este crío de tan solo 24 años, lo haremos con la letra del que fue su último single, una versión propia de una canción que parecía un amargo augurio de lo que estaba por venir:

Oh my darling, oh my darling
Oh my darling Clementine
You are lost and gone forever
Dreadful sorry, Clementine


[ reportaje completo en las páginas 44-49]

Cristina Sampedro Alonso

viernes, 23 de octubre de 2009

Orlando y Erika


¿Por qué la miré? Recuerdo bien el día en que la vi por primera vez; una de esas noches en las que el local de Harry no estaba muy animado y yo era su única salvación. Pues bien, ahí estaba yo, en el escenario tocando mi guitarra, y ahí estaba ella, apoyada en la barra con un mojito en su mano derecha y un cigarrillo en su mano izquierda, observándonos.
Hubo un tiempo en el que ambos seguíamos un único camino: ella con su carrera como modelo, yo como músico, pero siempre juntos. Cuanto nos queríamos. Pero ahora ella sigue un ritmo el cual me es imposible seguir. He intentado convencerla varias veces de que su adicción se estaba convirtiendo en algo peligroso, pero nunca me oía. El veneno la estaba matando por dentro y yo no podía hacer nada; abandonarla, nunca.
Y llegó esa noche. Estaba como loco, no sabía que hacer ni donde buscarla; para ella no importaba como fuera un bar, solo que le sirviera lo que ella quisiera sin recibir una negativa por respuesta. Caminé y caminé por las calles en busca de alguna señal que me llevase hasta ella. Después de tres horas sin ningún resultado, encontré su coche justo en frente de un bar que parecía el mismo infierno. Sin pensarlo dos veces, bajé las inclinadas y largas escaleras hasta que conseguí entrar en ese mundo. Allí estaba ella, al fondo en la barra con un aspecto cadavérico y con los ojos inundados en lágrimas porque, en el mismo instante en el que entré, para ella fue como un signo de salvación. Me acerqué a ella y no hizo falta decir nada porque ella me miró y dijo: “voy justo por detrás tuya pero, por favor, no me mires hasta que no hayamos llegado a casa y haya podido borrar todo rastro de este sucio veneno”. No dudé ni un segundo, dí media vuelta y caminé. Sentía como su mano me rozaba y como aumentaban mis ganas de mirarla y abrazarla. El camino del bar hacia el coche se me hizo eterno y justo cuando llegué allí no pude soportarlo, me giré para mirarla y la observé mientras cruzaba la carretera; era la mujer más bella del mundo, mi ninfa. Ella lo notó y se paró, nerviosa por saber que pensaba yo. Un instante después, una luz me cegó y ya no volví a verla nunca más.
¿Por qué la miré?

Gloria Romero García

miércoles, 21 de octubre de 2009

The Hoary Hair Child

“...And you, my father, there on the sad height,
Curse, bless me now with your fierce tears, I pray.
Do not go gentle into that good night.
Rage, rage against the dying of the light.”
Dylan Thomas


“Age?”, the old policeman asked to Johnny. He loved to be called Johnny, not John or daddy, as one of those bad women used to called him. “I cannot actually recall, but I think I am six years old, mister” answered him, very anxiuos. He had never been in a police station. “ address, Mr...?” “Johnny”. “As I told you, my name is Johnny and I wanna go home, please, Mr policeman. “Mr Johnn, do you have an address?”. “of course I have. I live at home. The old policeman could not help smiling. “o.k. and where is home?”. “somewhere near. If you just let me go, I would go home. Mum must be worried.She has some sweets for me” he said standing up, trying to leave. The policeman held his shoulders and tried to calm him down. He was about to cry. “my mother is waiting for me... Ah! I do remember it. I am John and I wanna go home”. “Mr John, I’ll make a phone call and you must stay here and wait for me, understood?” he nodded, sobbing and looked around the little office. Suddlenly he felt something hot and wet. “Ow!” he muttered looking down to the pool of yellow liquid on his feet and trousers. The officer looked at him and put the phone down. “O.k Mr John, somebody is coming to pick you up. John smiled as a way of thanking him for what he had done, and pointed out the yellow pool. “I could not help it, sorry sir”...

That night, at home, when one of the evil witches, as he called them, was putting on him his pyjamas, he told her about his great adventure that evening. “...and the man with the blue suit, called somebody who came there and brought me home”. His daughter smiled. “really?” she asked. “it sounds amazing, dad”. Then his mood changed: “but what can you know, stupid?. Leave me alone, you are a dirty bitch. But do not think that i do not know what you are planning. You wanna kill me..but i’ll kill you all before, one night...you will see...”
She was so tired of everything...”good night, dad” she said while switching off the light. It was the same for her every day, since that dreadful moment in when the doctor said “it is Alzheimer”. From that day on, her life had changed completely. Every day his mind became childish, and childish...while his daughter grew older and older every minute she spent beside him. Two victims, two hearts, two lives..the devil must be wrapping up his hands. She was an old lady of twenty five years old, and he was a little child of sixty three.Charming Johnny, hoary hair, that sucked away his daughter’s youth as it was one of those sweets he was always talking about.




María Suárez Alonso

jueves, 10 de septiembre de 2009

Amarillo


6 de enero de 2009

Por favor, por favor…- la súplica rasgaba su garganta. Le temblaba el labio inferior, las lágrimas y el sudor bajaban por su cara y se reunían en su boca ensangrentada.

¿Dónde está? – repitió una voz seca, de leve acento ruso que salía de la oscuridad. Olía a oxido y orina.

Ya…lo he…dicho… - contestó como pudo entre sollozos - ¡Lo di! ¡Lo di entero! – apenas le salía un ahogado grito

¿Señor? – respondió un hombre alto de voz grave a una señal de la oscuridad.

No muy fuerte. Le necesito vivo y bien despierto-. Pero, a veces, la fuerza se va de las manos y Nicolás cayó al suelo. No volvería a levantarse. Olía a sudor y sangre.



4 de noviembre de 2008


Un vaso de vodka y un bocadillo de queso azul y salmón barato descansaban en una mesa de madera verde.

Esta es nuestra noche, Michenka. Un tipo de camiseta blanca y áspera barba de tres días se sentó en frente de la televisión y se llevó el bocadillo a la boca. Unas migas cayeron en sus piernas mientras miraba las saltarinas bolas amarillas de la lotería rusa. La más cuantiosa de su historia.

Cayeron las bolas:

24 5 12 7 8 17 4

Michenka lamió dulcemente la mano de un Nicolás desmayado, en la que sostenía un boleto de idénticas cifras.

Cristina Sampedro Alonso

domingo, 30 de agosto de 2009

Vida en morado


A Lucía hoy le han echado la bronca en el trabajo. No le ha pasado muchas veces, por eso le fastidia tanto que su jefe le llame la atención por algo tan tonto como el color de sus uñas. Ningún cliente se ha quejado de que le atendiera una mujer con las uñas pintadas de morado. De hecho, a ella le pareció muy buena idea usar ese color porque era bastante original y eso era precisamente lo que su vida necesita ahora mismo: aire fresco. Le cabrea un poco demasiado el tema.

Va en el bus mirándose las uñas y pensando en sí misma. En cómo ella tampoco tiene un tono que los demás entiendan demasiado bien. Pensaba que era absolutamente transparente hasta que de pronto un día Guillermo, el hombre de su vida, le miró a los ojos y le dijo que no le creía, y la dejó. Si él, para el que había abierto todo su ser, no la comprendía ni la conocía, entonces ella era poco más que un fantasma. Una sombra oscura que se mueve de noche y pasa difusa por camas de extraños en las madrugadas. La mujer que lloró un día entero después de que la mirara una monja. Lucía aparta la vista de sus uñas y escudriña por la ventanilla.

Allí, en el semáforo, parado dentro de un BMW negro, un hombre engominado lleva una corbata morada. Parece perfectamente normal y respetable, y sin embargo Lucía no para de imaginárselo embutido en un traje de lentejuelas morado. Zapatos de tacón alto y peluca extravagante, escapa de los cánones en un club nocturno cada tres semanas exactamente. El morado es la última faceta visible para el ojo humano en la descomposición de la luz. Es lo más oscuro antes de la ausencia del color. Y sin embargo, Lucía lo ve todo más claro cuando piensa en morado.

Esa tarde visita a su abuela y le cuenta su problema. Duda si recordará cómo es el color morado, porque la pobre está ciega. La vieja sonríe y le cuenta una anécdota parecida de su juventud. Se saltó el luto de un tío suyo por estrenar un vestido que había estado cosiéndose durante semanas. Era un vestido morado. La inocente no tenía culpa de que su tío hubiera elegido una fecha tan inconveniente para morirse. Le obligaron a teñirlo de negro, después de darle un par de tortazos. Esta tarde su nieta la lleva de paseo por el parque, con una pañoleta morada sobre los hombros.

Al día siguiente Lucía va al trabajo completamente vestida de morado, uñas incluidas. Al jefe parece que sólo le molesta el detalle del color de sus cutículas. Lucía le dice lo que piensa sin más, porque no ve nada malo en ninguno de sus pensamientos, pero la despiden igualmente. Se sienta en un banco y mira a través de la ventana a sus compañeros. Enclaustrados con la barbilla pegada al cuello, todos visten de gris, negro y blanco. Ninguno parece pararse a pensar sobre nada en ningún momento, no puede imaginarse a ninguno teniendo una vida secreta. Como peces en una pecera, con una memoria limitada que les hace olvidarse de ellos mismos cada dos por tres. Lucía ya lo comprende todo.

Se mira la uñas un buen rato y se marcha a casa, feliz por haberse encontrado.

Mª Dolores García Torres

miércoles, 12 de agosto de 2009

Verde


Ya no podía ni respirar. Asomaba el cuerpo entero por la ventana para coger aire, pero solo conseguía notar su peso agolpándose fuera del marco.
Cada vez que cogía un cuchillo lo imaginaba clavándose encima de su vientre, justo el centro de su cuerpo. Y lo hizo. Lo hizo para liberar el dolor, para estar al otro lado y tener otra visión desde allí. Para querer estar a este lado.
Dejó el vinilo encendido al salir, quería que la música siguiera sonando después de que ella se hubiera ido.
Desde la ventanilla del avión miró el paisaje de su refugio, nunca había visto nada tan verde.

Reyes Ferrer Astillero

domingo, 2 de agosto de 2009

Las gafas rosas


¡Cuánto duele perder algo que se sabe perdido desde hace mucho tiempo!, ¿por qué duele tanto esta situación?...Porque ya no tengo nada.

Cuando entró en el avión las lágrimas bañaban su cara, enfriándola. Quería sonreírle para que fuese esa su última imagen. No quería ser recordada con la cara húmeda y los ojos manchados de rimel. Esbozó una sonrisa para él. Tenía ganas de correr fuera, de saltar de ese estúpido avión que los separaba. Él le decía adiós con las manos. Se veía tan ridículo. Volvió a sonreír. Por fin se sentó en su asiento. Sabía que él seguía allí de pie, en el mismo sitio en el que ante se habían besado. Donde intentó no llorar mientras le decía que todo iría bien... Mentirosa. “Nos veremos de nuevo”, habían prometido ambos. “Te esperaré el sábado, y el Domingo, pero no vengas el lunes, ya no estaré”, bromeó. Aún podía sentir el tirón que dio a su chaqueta para acercarla a él. Cómo la cogió de la mano. Volvió a sentir algunas lágrimas traidoras caer por su rostro. “Pronto” le había susurrado él.
Un niño pequeño se sentó a su lado. Estaba llorando, nervioso. De repente dejó de llorar y la miró curioso. Ella se sacó sus gafas de sol y se las puso al niño. Eran de color rosa, muy llamativas. Después sacó de su bolso un espejo y se lo ofreció para que se viese. “Estoy guapo” dijo el niño. Ella miró por la ventanilla de nuevo, pero él ya no estaba. Cuando volvió la cabeza vio que el chico le devolvía las gafas. “Creo que son mágicas, toma”. Se puso las gafas e intentó dormir. De repente se sintió bien, tranquila y cansada. Quizás sí que eran mágicas después de todo...Se estaba quedando dormida, cada vez oía las voces más lejanas, pero antes de caer rendida, sintió un calorcillo en su oído: “pronto”. Sí, todo irá bien, dijo en voz alta. “Claro” dijo el niño, “mi padre es el piloto”, pero ella no lo oyó. El niño sonrió al ver como en su cara aparecía una sonrisa. “Ya sabía yo que esas gafas eran mágicas”.

María Suárez Alonso

lunes, 27 de julio de 2009

Vida en el pueblo fantasma

Rangel es un pueblo pequeño de la provincia de Salta al borde de la extinción. De hecho, ya no vivía nadie allí cuando el padre de Consuelo compró un terrenito y adecentó una choza allí para criar ganado. Alzó una enorme torre con un bidón para el agua de gran capacidad, cuya verticalidad desafiaba descaradamente la humilde planta de una capilla blanca. Ésa había sido hasta entonces la única construcción fuerte de aquel paraje. Se veía desde la carretera de arena que atravesaba el poblado, y que se encontraba en bastante buen estado para el uso que se hacía de ella. Con ella sólo se mudaron allí un hombre más, amigo de su padre -medio loco y maleante nato- que ayudaría con el cuidado de las vacas; y una mujer extranjera cuya función era asistir a Consuelo en todo lo que necesitase, y asegurarse de que ésta no tenía contacto con nadie del exterior. El padre de Consuelo temía especialmente que el padre de la criatura que ella llevaba en su vientre viniera a reclamarle nada. Consuelo no protestaba, aunque echaba de menos la gran Salta en la que había nacido. Al menos le habían permitido traerse a Chocolate, su perro de aguas juguetón.
No había mucho que hacer en aquella llanura calurosa plagada de casas de barro. Consuelo miraba con pena el lejano horizonte en el que se acababa el tendido eléctrico, y que simbolizaba el fin de la civilización para ella. Un cerro en forma de cono delimitaba claramente su libertad. Por las tardes, cuando el calor daba una tregua, la chica solía sentarse en un enorme árbol junto a una placa maltrecha que coronaba la única plaza del pueblo: Plazoleta Padre Leopoldo Lench. Así pasaban las tardes. Las noches leyendo en la puerta a la claridad de una bombilla pelada no eran mucho más emocionantes que eso.
Una noche que su carabina se acostó temprano por el ataque de la jaqueca, Consuelo leyó hasta que sus ojos se le cansaron, y acabó dormitando sobre la silla. La despertó Chocolate, que ladraba a la oscuridad con miedo. El perro se calló de pronto, y se acurrucó bajo sus piernas. La chica sintió que el cielo se aclaraba levemente, como si el sol hubiera dado un diminuto paso al frente. La claridad tenía la misma intensidad en todo el horizonte, y al instante todo volvió al tono oscuro habitual. Oyó unos pasos y no quiso moverse, paralizada por el miedo. Pero era Juan, el amigo de su padre, que venía con las pupilas dilatadas y hablando estupideces propias del borracho que era. Le repitió varias veces que le picaba la mano, que hacía calor, ahora frío, y le picaba. Tras un desgarrado grito de “apaga la luz” se calmó de pronto, y se perdió de nuevo en la penumbra, dirección a su cabaña. Consuelo se fue a la cama en seguida.
Al día siguiente encontraron una vaca muerta. Le faltaban partes de su cuerpo. Un veterinario vino de Salta sólo para examinarla, aunque a Consuelo no le parecía que una res devorada por los coyotes fuera para tanto. Se acercó a él antes de que se marchara y le ofreció un café. Echaba de menos la gente, las conversaciones y, no sabía cómo explicarlo, pero aquel hombre olía a ciudad. Se mostró taciturno, y al final confesó a Consuelo que no pensaba que hubiera una bestia detrás de aquella muerte. Al animal le faltaban los órganos reproductores, un ojo, el recto y varios dientes. Las extracciones eran limpias, obra del mejor cirujano, y sin resto alguno de putrefacción a pesar del calor. “Los buitres no se han acercado al cadáver –apuntilló, aún preocupado- y la postura del cadáver era extraña. Decúbito ventral con la cabeza hacia el norte… parece que signifique algo. Creería que es obra de una secta… si no fuera porque no hay una sola mancha de sangre o marca en el animal de antes o después de su fallecimiento. Han tenido que hacerlo con muchísimo cuidado”. El corazón de Consuelo dio un vuelco de pronto: “Gente”, pensó.
A la semana siguiente, ya olvidado aquel incidente, Consuelo se fue a dar un paseo con Chocolate para estirar un poco las piernas. El bebé empezaba a pesarle y tenía los tobillos hinchados del sobrepeso. El perro, que corría en círculos a su alrededor, se frenó de golpe y se sentó a su lado. Lo llamó varias veces, pero no le hizo el más mínimo caso. Tenía la mirada fija en un arbusto, y tras varios minutos se dio la vuelta sin más y se marchó. Consuelo estuvo a punto de imitarle, pero la curiosidad le obligó a escudriñar lo que había detrás. Encontró un carnerito tumbado boca abajo y casi seco, las piernas estiradas de forma antinatural hacia ella. De la cuenca izquierda vacía le salía un extraño hilo de una mucosidad verde que no desprendía ningún tipo de olor. Tampoco el cadáver olía a nada. Ninguna mosca lo sobrevolaba. En su cara la expresión paralizada de una muerte repentina, media quijada arrancada de un seco corte quirúrgico. Miró a ambos lados: ni marcas de neumáticos, ni hierba aplastada salvo por la que yacía bajo el cuerpo y sus propios pies.
Al día siguiente el padre y su amigo se marcharon a toda prisa a intentar contactar con el veterinario, al que no conseguían localizar. Le dieron unas cuantas instrucciones para mantener el ganado vivo en caso de que tardaran más de lo previsto en volver. Consuelo sospechaba que no era el veterinario a quien iban a buscar, pero memorizó las órdenes y se las explicó como pudo a la asistenta, que apenas hablaba castellano. Durante los tres días que su padre se ausentó no sucedió nada extraño, salvo algunos cortes de luz intermitentes a altas horas de la madrugada, que achacaron a la vieja instalación eléctrica. El último día que estuvieron solas las vacas se sentían más de lo normal también, se quejaban con largos bufidos a pesar de recibir la comida suficiente y de tener un sistema de abastecimiento de agua automático. El calor y la falta de movilidad las irritaba. Cuando su padre volvió, les contó las habladurías del pueblo sobre Rangel: todos creían que había una secta escondida en la llanura, y que sacrificaban a los animales como parte de un rito satánico. El veterinario confirmó que era posible que eso fuera cierto, aunque un extraño caso similar había sucedido en una finca a más de doscientos kilómetros del pueblo. Nadie se atrevió a dar una segunda explicación.
Mientras su padre le contaba esto, el viejo borracho gritaba enfurecido de vuelta de los corrales. Le dedicó varias expresiones malsonantes, y el padre de Consuelo tuvo que intervenir. “¡Esta cría y la forastera han jodido la marrana! No se enteran de nada y por su culpa hemos perdido un montón de ganado. ¿A quién se le ocurre no revisar los bebederos? El motor se ha roto o las tuberías están embotadas y no ha salido una sola gota de agua en tres días. ¡Estas pendejas nos estaban matando el ganado de sed!”. Sin embargo, el motor y las tuberías estaban perfectamente. Quince metros de escalera más tarde el padre de Consuelo miraba con estupor a un depósito completamente vacío. Sin fugas de agua ni ninguna marca de humedad que diera pista alguna sobre a dónde habían ido a parar los diez mil litros que contenía.
El rumor se extendió como la pólvora a pesar de lo recóndito del lugar, y pronto los curiosos empezaron a merodear por la finca de noche. Todos esperaban encontrarse con un animal muerto, una luz celestial o una cabeza de globo saludando en son de paz. El padre de Consuelo tuvo que cercar sus terrenos y añadir alambre de espino a las vallas para evitar intromisiones. Mientras tanto, ningún animal más amaneció seco o diseccionado.
Parecía que todo había vuelto a la normalidad, y ya cada vez menos curiosos pasaban la noche al otro lado de la alambrada con la vista puesta en el cielo. Consuelo volvió a leer al fresco por las noches. Hasta que un día, la bombilla parpadeó sobre su cabeza, y amaneció levemente. Chocolate levantó la cabeza inexpresivo, y la volvió a agachar antes de entrar en la casa, en silencio. Esta vez no sólo percibió un ligero cambio en el ambiente, sino que ante sus ojos se topó con una masa de luz azulada que le impedía ver claramente el mecanismo que se hallaba detrás del foco. A la gente de detrás del vallado también le llegó el haz de luz, pero sólo la chica contempló la rampa metálica que descendía bajo la esfera luminosa. Se sintió muy cansada de pronto y se durmió. La gente, que había esperado meses algo semejante, asaltó la finca y corrió desesperada. Algunos no fueron tan valientes a la hora de la verdad, y permanecieron en sus coches petrificados.
Cuando la muchedumbre llegó a la puerta de la casa, la luz hacía rato que había desaparecido. Adentrándose unos doscientos metros en la espesa negrura encontraron a Consuelo, embarazada como antes y sin signos de haber sufrido ningún daño. Los periódicos hablaron de histeria colectiva. Decenas de psicólogos se afanaron en escribir artículos y conceder entrevistas para aclarar este fenómeno sociológico desde una perspectiva racional, aunque ninguno negaba el factor misteriosos de los sucesos anteriores a la “abducción”. A Consuelo la examinaron más de treinta médicos, un mes de pruebas demostraron que, si había existido tal abducción, los visitantes se habían asustado ante la avalancha de gente y habían decidido abortar el experimento. Dios sabría qué pretendían hacer con la joven.
Un mes y medio después Consuelo dio a luz. Una diminuta cicatriz en la nuca de su hijo avisaba de una micro-intervención realizada al bebé. Sólo hacía dos horas que había salido de su útero cuando lo descubrió. Sin embargo, aquella marca se mimetizaba con la piel a la perfección, como si se hubiera hecho antes de su nacimiento.

Diez años más tarde, la fase 2 del experimento comenzó. Todos los periódicos hablaron de la noticia en sus primeras páginas, aunque con el tiempo las autoridades lo disfrazaron de bulo y el rumor acabó muriendo. Un niño fue hallado totalmente desatendido en un apartamento en la planta alta de un gran edificio en Salta. La madre llevaba varios días muerta, la sangre seca en sus lagrimales y nariz indicaban algún tipo de daño cerebral inexplicable. El pequeño lloraba a lágrima viva, y al compás de su llanto estallaban copas, platos y demás objetos. Un miembro del equipo de bomberos casi muere del mismo modo que la madre, de no ser por la intervención de una vecina que conocía al niño y logró calmarlo. Carlitos, ése era su nombre, fue llevado a un centro de acogida, en el que aún se registran sucesos extraordinarios de vez en cuando.
Mª Dolores García Torres

sábado, 18 de julio de 2009

Entrevista con el Penumbra

Me citó en el parque junto al estanque de los patos y lo reconocí al momento. Llevaba el pelo teñido y la cara sureña del frutero de supersol. Intenté no mirarle la mancha roja de la frente la ni la capa, la capa de seda verde manzana recogida en el respaldo del banco. Con los nervios me equivoqué de nombre. “¿Carlos Jesús?” medio le pregunté, quedándome a un metro de él. “No,” me contestó sin ofenderse nada. “Ese es de Dos Hermanas. Jesús, de Río Tinto. Encantado. Veo que ha recibido mi video.”

A los cinco minutos estaba hablando y gesticulando ya sin parar. Yo asentía con la cabeza y miraba a todo el que pasaba. Decía que tenía que verme porque sabía lo del Picalagartos. Que mucho cuidado con esa que siempre llegaba tarde, porque era lémur. Que el meteorito que impactó contra el golfo de México no acabó con los dinosaurios. Que Iker Jiménez nos engañaba por dinero comercial, que le había robado incluso. Que en verdad no descendemos de monos lemures, que esos son los otros, que vinieron luego en blancas naves paloma (13 millones). Que “mosotros” veníamos de los originarios habitantes de la tierra. Que durante milenios de años. Que los que juegan al backgammon eran guardianes. Que del techo cuelga el lagarto, como señal.

Como no le estaba prestando suficiente atención, las palabras y los gestos no parecían sincronizados. De reojo veía que dibujaba en el aire una especie de hongo nuclear y abanicaba los dedos al subir las manos: el meteorito. La mirada congelada y expectante: que durante milenios. El codo elevado sobre la cabeza, el índice y el pulgar hacia abajo: el lagarto de madera suspendido al lado de la escalera del Picalagartos. Un empujón al pecho, flojito: guerra. Otro empujón, más fuerte (doliendo un poco): lemures contra lagartos.

En el banco de enfrente un señor mayor con gafas de pera, el mentón ligeramente alzado, miraba a una pata con el cuello pelado que huía despavorida. Sentado junto a él, un jovencito entusiasmado con su PSP se sacudía la mano lasciva que le colgaba del hombro al tiempo que gritaba: “tengo poderes, tengo poderes.” Dos parejas pedaleaban hacia el sur en un ciclotour de cuatro. Las chicas atrás, una, un poco inclinada en su asiento, se asomaba descaradamente adelante; la otra, con bozo familiar, advertía al conductor: “David, que está prohibido circular por las zonas no asfaltadas.” ¡Hostis, a esa sí que la conocía! ¡Era la monja del 15! Déjà vu. El cielo parpadeó y volvió a pasar el ciclotour. Como en Matrix.

Cuando volviera iba a enterarse Rafael. “Niño, niño,” me había dicho entrando con su prisa cotidiana. “Han dejado este papel para ti. Se han equivocado de despacho.” Era una tarjeta de esas gratis de los bares que ponía: A Navarrete, profesor de 4º C. Pinche aquí: <http://www.youtube.com/watch?v=HooViMyrpl4>.

Ricardo Navarrete Franco

domingo, 28 de junio de 2009

Ira


Llevaba toda la noche temblando y el calor en su frente y nuca nublaba todos sus pensamientos. No hubiese cambiado ese confuso sentimiento por nada en el mundo. Era mejor que ir a 200 kilómetros por hora, que arrojarse de un avión sin paracaídas, que golpear a alguien que odias, mejor que el mejor beso del mundo, mejor que un orgasmo, mejor que mentir, que matar. Era ese sentimiento al que todos tememos y amamos a la vez. La ira, que nos descontrola, hace que nos vaya el corazón a mil, que dejemos ese rastro de humanidad que aún nos queda para convertirnos en auténticos animales salvajes...

Le encantaba sentirse así. Sentir ira y reprimirla una y otra vez, una y otra vez, hasta que ya no podía más. Hasta que debía estallar.

Tenía sangre en las manos y en la boca. Su camiseta estaba rota y sus ojos llenos de lagrimas. Cuando le daban esos ataques no recordaba bien lo que hacía, pero si que recordaba ese bendita sensación. Era como la droga, pero mejor.

Se levanto con gran esfuerzo y cojeando llego hasta el baño. Metió la cabeza bajo el grifo y después se lavó las manos. Le dolía todo el cuerpo ¡si solo pudiese recordar que había pasado!. Su acercó a la cocina y bebió un poco de leche del brick. Abrió el periódico del día anterior y encendió la televisión. Se sentía muy solo. Pero sabía que era mejor así, no quería que nadie se preocupase por el. Era, como solía decir “un perro solitario que se lamía sus propias heridas”. Había decepcionado a todos los que esperaban algo de el, eligió el mal camino. Lo peor no era que no fuese lo que los demás querían que fuese, sino que tampoco era lo que el quería ser. Era un monstruo, un mentiroso, un ladrón. Era tan duro mirarse al espejo y no reconocerse en el...

Se encendió un cigarrillo mientras se rascaba la barba de varios días.

Algo había pasado. Dio volumen a la televisión ...”el cuerpo del joven fue encontrado al lado de unos contenedores cercanos a una discoteca” alguien había muerto ...”el cadáver presentaba numerosos golpes y hematomas...” apagó el cigarrillo y se puso una camisa limpia. Tenía una gran sonrisa en la cara. “ya recuerdo qué hice anoche”.

María Suárez Alonso

martes, 26 de mayo de 2009

Máquinas de guerra

Nuestras vidas habían cambiado radicalmente desde que, estando en 6º curso de excursión con el colegio, nos desviamos del resto de la clase atraídos por la curiosidad que nos produjo una misteriosa cueva que encontramos en medio del bosque. Éramos 5, los 5 inseparables de la clase: Javi, Mónica, Ana, Alberto y yo. Uno no hacía nada sin los otros 4, formábamos un pack indivisible.

La entrada de la cueva estaba casi tapada por completo por las ramas de un sauce llorón que crecía justo al lado, por lo que Alberto, que era el más alto, sujetó el espeso ramaje mientras los demás pasamos agachados por debajo. Pocos pasos después de entrar en la cueva apenas se veía nada, menos mal que íbamos provistos de varias linternas que un rato antes nos dieron los profesores. El interior de la cueva estaba muy húmedo, el musgo crecía por todas partes y un goteo constante hacía las veces de hilo musical.

Seguimos avanzando hasta una zona donde empezaban a aparecer multitud de estalagtitas y estalagmitas, algunas de ellas fundidas ya en auténticas columnas. Por esta zona nos fue mucho más difícil pasar y algunos de nosotros necesitamos la ayuda de los más habilidosos para atravesarla. La siguiente zona de la cueva fue la que más nos impactó y en la cual viviríamos algo que nos marcaría para siempre: Se trataba de una sala inmensa cuyas paredes estaban llenas de pinturas. En ellas se representaba de forma muy esquemática unos hombres cazando lo que parecían una especie elefantes gigantes con unos colmillos exageradamente grandes. Eran pinturas rupestres que a simple vista no parecían tener nada extraño, pero cuando nos detuvimos a observarlas vimos las figuras de lo que parecían ser hombres volando sin más ayuda que la de sus propios cuerpos. En otra parte de la pared había dibujado otro hombre del que parecía salirle fuego de las manos, y como esas había una gran serie de pinturas que representaban fenómenos extraños. Las pinturas se repartían a lo largo y ancho de las paredes de aquella sala rocosa. Finalmente lo que acabaría atrayendo toda nuestra atención sería un lago que se situaba al fondo y donde terminaba la cueva.

Por lo que decidimos darnos un baño, ya que el calor era sofocante y era lo que más nos apetecía en ese momento. La temperatura del agua era perfecta y del fondo del lago salían unas burbujas que hacían un efecto jacuzzi muy relajante. Todo era tranquilidad, salvo cuando el pesado de Alberto te sorprendía por la espalda con una de sus ahogadillas. Al salir del lago nos dimos cuenta de que había pasado muchísimo más tiempo del que en realidad creíamos ya que habíamos estado bañándonos durante más de 5 horas. Tras habernos secado y vestido estuvimos un rato charlando y bromeando, cuando de pronto Mónica empezó a sentir unos espasmos que se hacían cada vez más fuertes. -¿Qué me está pasando? Repitió varias veces muy asustada hasta quedar inconsciente. Pero no sería la única a la que le pasaría ésto, ya que unos minutos después, mientras intentábamos que Mónica despertara, a Javi le pasó lo mismo y uno tras otro fuimos cayendo y quedando inconscientes en el suelo de aquella fría cueva.

Al despertarme quedé cegado por una luz blanca que apuntaba a mis ojos. Tras recuperar la visión me di cuenta que lo que había a mi alrededor no eran las paredes de la cueva en la que nos desvanecimos. ¿Dónde me encontraba?, ¿dónde estaban mis amigos? Aquello parecía la habitación de un hospital. Estaba conectado a un montón de aparatos raros y me extrañaba mucho que todos los letreros e indicaciones estuvieran escritos en inglés.

En cuanto desperté, la médica que estaba conmigo en la habitación salió de la misma y regresó después de un rato acompañada de un grupo de médicos, me cambiaron de camilla y me llevaron a otra sala. Los pasillos eran muy luminosos, tanto que molestaba a los ojos. Había gente con bata blanca por todos lados, algo que es típico de cualquier hospital aunque hubo un detalle que me desconcertó: también había muchos hombres con traje militar y armados hasta los dientes por todas partes. En mi traslado a la otra sala escuché muchas conversaciones, pero no pude entender nada ya que todo el mundo hablaba en inglés.

Tras un largo paseo por aquellos pasillos llegamos a una puerta en la que se podía leer: RESTRICTED AREA – AUTHORIZED PERSONNEL ONLY. La puerta daba a una sala gigantesca llena de niños. A cada uno le acompañaba un hombre con bata blanca, parecían estar recibiendo algún tipo de entrenamiento. Todo era muy extraño: los niños eran poseedores de ciertas habilidades especiales y allí se les estaba enseñando a controlarlas. También pude ver a mis compañeros aprendiendo a desarrollar las suyas; pude ver a Javi levitando por unos instantes, a Mónica convirtiendo el agua en hielo con solo tocarla, a Alberto atravesando una pared sin necesidad de puerta alguna y a Ana moviendo un lápiz con la mente. ¿Qué es lo que pasaba allí? ¿Qué era todo aquello? Me sentía muy confundido. De pronto sonó una sirena y todos los niños se dirigieron a una especie de descampado inmenso y muy arenoso en el que había un letrero gigante en el que se podía leer: AREA 51. No sabía qué podía significar aquello.

Parecía la hora del recreo. Uno de los médicos me indicó mediante gestos que lo acompañara, me dejó en el patio donde estaban los niños y se fue. Lo primero que hice una vez me dejaron “libre” fue buscar a mis amigos ya que quería ver si ellos me podían dar una explicación a lo que estaba pasando. Me metí entre los cientos de niños que allí podía haber pero no daba con mis amigos, hasta que escuché que alguien me llamaba: ¡Juan!, ¡Juan!, ¡estamos aquí! Allí estaban, en una de las zonas cubiertas de aquel extenso campo de arena. Cuando me acerqué lo suficiente a ellos, me dieron un abrazo. – Creíamos que no volveríamos a verte. Dijo Ana. Les conté lo que había visto en aquella especie de “hospital” y ellos me contaron la razón por la que estábamos allí. Sus instructores les habían puesto al corriente.
El lago en el que nos bañamos es un experimento que el gobierno americano lleva en secreto desde los años 30. Parece estar poseído por una especie de conjuro que unos druidas de una tribu prehistórica echaron sobre él. ¿Recuerdas la pintura de la cueva en la que se veían a varios hombres que dirigían una especie de rayos a lo que parecía un un charco de agua? Ese charco era el lago. Dijo Alberto.
Desde que los americanos descubrieron aquello, todo el que se baña allí cae desmayado habiendo previamente adquirido una serie de habilidades especiales imposibles para cualquier ser humano. Por lo que nos traen aquí para que desarrollemos esas habilidades y trabajemos para su ejército. Desde este momento hemos dejado de ser personas para convertirnos en máquinas de guerra.

Juan Manuel Regalado Hens

viernes, 22 de mayo de 2009

Pereza


“Oye, ¿estás durmiendo?"

Otra vez esa voz, me taladra la cabeza. Qué se calle por favor.

“No, me estoy mirando por dentro” le digo, lacónica.

“Déjate de tonterías. Levántate y ven a ayudarnos. No te quedes ahí como una inútil”. Se va. Veo como sus pies se alejan en la arena. Inútil. Inútil. ¿Inútil? La palabra se queda flotando en mi mente de diversas formas y recuerdo. Siempre he sido tan guapa, tan rica…y siempre me he sentido tan inútil. ¿Cómo no se da cuenta? Soy inservible, soy frágil y soy cobarde. Tengo miedo de que vean que soy una inútil de verdad. Por eso me pongo mis enormes gafas de pasta negra enormes y me estiro a tomar el sol mientras los otros trabajan. Aparentemente relajada. Aparentemente despreocupada. Aparentemente altiva.

Asquerosa pereza, pecado de los inútiles.

Cristina Sampedro Alonso

jueves, 21 de mayo de 2009

Soberbia


Jueves, 8.00
Una mañana más. Me levanto y tengo que estar lista antes de las nueve para cuando llegue Marcos salir a desayunar. Una de las pocas tradiciones que aun conservo.

9.05… 9.10. Nunca se retrasa, ¿le habrá pasado algo? 9.30. Ya no puedo esperar más, voy a llegar tarde a trabajar. Lo llamaré desde allí. Estupendo, no coge el teléfono, pero bueno, ya me llamará cuando vea las veces que lo he llamado.

21.00. Estoy muerta, vaya mierda de trabajo. Pronto se acabará, cuando Marcos y yo nos marchemos de esta horrible ciudad. Mmm… Que extraño, yo no suelo utilizar este tipo de palabras.

23.00. Le dejaré un mensaje en el buzón de voz. No tengo que preocuparme, si hubiera ocurrido algo malo me habrían llamado, soy su número de emergencias.

Viernes, 8.00
De nuevo a trabajar. ¿Algún mensaje o llamada en el móvil? No. ¿Tendría que empezar a preocuparme? Me pasaré por su casa. Nadie responde al telefonillo. Me voy a la acera de en frente por si puedo ver su ventana desde allí, nada. Vuelvo a picar y me responde una chica, creo que es su hermana. Le digo quien soy y le pregunto por él, pero me cuelga inmediatamente.

22.00. Todo es un poco raro, pero no me siento mal, ni tampoco desesperada por la situación. Intento recordar si ha pasado algo entre los dos, pero no encuentro nada dentro de mi cabeza.

Sábado, 10.00
Salto de la cama llorando sin parar. Pasan cinco minutos, ya estoy un poco más calmada. Me siento en el borde de la cama e intento recordar la dichosa pesadilla. Hace cosa de una semana, en casa de Marcos, discutimos no recuerdo por qué. Pero esta vez ya no era yo la persona altruista de la relación, ya no intentaba darle la razón en todo. Ahora no aceptaba su argumento, estaba segura de que yo llevaba la razón, por mucho que él dijera. Pero esto es rarísimo, ¿cómo podía ser que yo me diese la razón cuando yo le había puesto los cuernos? Es algo que en realidad jamás me perdonaría a mi misma.

11.00. Tengo la sensación de que la pesadilla fue real y no un sueño. Volveré a llamarlo. Por fin me responde, pero sólo para decirme que lo deje tranquilo y que no lo vuelva a llamar nunca más. Cuelgo el teléfono, esperando una oleada de lágrimas, pero no llegan, no me siento nada mal. Me levanto y voy hacia el baño. Me miro en el espejo, me gusta lo que veo. Yo, Beatriz, una chica guapa y llena de soberbia. Mi nueva yo.

Gloria Romero García

miércoles, 20 de mayo de 2009

Gula

Buffet Libre

El niño se movía deprisa con el plato blanco y limpio bajo el brazo. De vez en cuando daba una carrerilla nerviosa para adelantar a alguien mientras sobrevolaba los expositores. Decidió empezar por el del tejadillo de la bandera italiana. Con la pinza se sirvió elegantemente unas cuñas de pizza reseca: 4 estaciones, mar montaña con atún, mexicana y pepperoni. La margarita la abandonó junto a las salsas. La misma la comía en casa congelada. De espaguetti cogió algo, no mucho, para probarlos. Se deshacían con solo sujetarlos. Y otro poco de tortellinis medio abiertos. La cuchara de plástico quedó chorreando tomate al lado del cuenco, y así la dejó. No había carne picada ni queso rallado. Levantó la mirada –se sabía bien dónde estaba todo-- y se orientó enseguida: “Embutidos, patés y quesos.” Allí aderezó el primer cargamento con lonchas de queso, chorizo vela mont vert, delisandwich langosta, galantina jardinera. Llevó su presa a la mesa a pasitos cortos, el plato sujeto con las dos manos, el mentón en el pecho.

En una esquina del salón, detrás de bandejas grasientas y humeantes –nadie se lo había dicho—esperaba un cocinero con su gorro. Fogonero a la roteña, pularda asada, jamón guisado al horno, redondo de ternera, ¡patatas fritas¡ Ahí tuvo un contratiempo, porque había que hablar. Pidió el jamón (“para su padre”), el redondo (“para la abuela”), y el pollo (“para su hermano”). Un jubilado se tambaleó ligeramente hacia él y el muslo de la pularda cayó al suelo desde lo alto del plato. –¡Cómo es la gente! –escuchó que decían— ¡si se puede repetir lo que uno quiera!

Un eructo poco discreto lo recuperó para la tercera incursión de sólidos, pero antes necesitaba líquido, líquido. Al no estar la bebida incluida sólo le habían permitido un coca-cola. Casi pegada al aseo de caballeros es donde encontró la maquinita, camuflada por una fotografía de frutas tropicales. Colocó el vaso diminuto correctamente, le dio al botón y salió un chorrito amarillo. Amargo y rasposo, no era de naranja. Lo dejó junto a otros que había por allí a medio vaciar y pasó a su segunda opción, melocotón. Un poco dulce, pero gracias a él pudo continuar. Tarta con kiwi, con nata, con trufa, de frambuesa, de limón, de wisky, selva negra, tiramisú. Prácticamente sin ganas enjuagó el cucharón de helado en el agua marrón claro y se echó dos bolas, de chocolate, de vainilla, fideos de colores, una ciruela pasa y sirope de caramelo.

Lo último que oyó fue a su abuela que le decía al verlo venir todo rojo: ¡Hugo, Hugo Ciacco, ay Dios mío! ¡Irás al tercer círculo, junto a los lascivos! Y así fue. Por el hueso. De la.

Ricardo Navarrete Franco

lunes, 18 de mayo de 2009

Envidia


David y Guillermo eran 2 amigos que se conocían de toda la vida. Habían cumplido ya los 35 y después de haber estado en el mismo colegio, el mismo instituto, el mismo campus universitario y estar involucrados en el mismo círculo de amigos, sus vidas sin embargo eran bien distintas.

David había llevado una vida ejemplar; se licenció en la titulación conjunta de Administración y Dirección de Empresas y Derecho en la Complutense y hoy forma parte del equipo directivo de uno de los bufetes de abogados más importantes de Madrid. Se podía decir que era ‘un partidazo’ pero, sin embargo, el amor era su asignatura pendiente y es que a su edad, aún no había tenido ninguna relación seria con una mujer. Todo habían sido rollos de una noche y relaciones esporádicas con chicas que apenas conocía.

Guillermo por el contrario era lo que podíamos llamar el típico ‘enrea’, un fiestero sin remedio. Dejó la carrera a medio terminar y sus trabajos siempre habían sido temporales. Lo que ganaba se lo gastaba en salir de marcha. Trabajaba en lo primero que le salía: repartidor de pizzas, reponedor en supermercados, camarero; nunca había tenido un trabajo que le durara más de 3 meses. Sin embargo, el amor le había sonreído y compartía su vida junto a Lucía, su novia de toda la vida, a la que amaba como el primer día y la cual no llevaba muy bien su faceta fiestera, pero lo que sentía por él era superior a eso.

David solía preguntarse a sí mismo por qué él no podía tener lo mismo que Guillermo, y sentir algo de verdad por una chica por una vez en su vida. Esta situación le atormentaba cada vez más, hasta el punto en el que la sola presencia de Guillermo se le hacía insoportable, así que a pesar de tener todo lo que se pudiera comprar con dinero, no tenía una de las cosas que otorgan la verdadera felicidad y el no saber si algún día la conseguiría le hizo hacer algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida.

A base de mentiras y engaños David hizo creer a Guillermo que su novia lo había engañado con otro. Guillermo creía a su novia por encima de todo, pero las palabras de David eran muy importantes para él porque era su amigo de toda la vida y al final acabó creyéndose que Lucía le había engañado. Por lo que la dejó y cayó de lleno en una depresión de la que ya no saldría durante años. El fiestero perdió toda su fuerza. Ya no salía de marcha, no salía a ningún sitio. Se limitaba a estar en casa, amárgandose en sus penas.

David se sentía culpable por haber hundido a su mejor amigo en la miseria, pero diciéndole la verdad no conseguiría más que perderlo para siempre. Ante esta difícil situación prefirió desaparecer. Pidió un traslado en su trabajo y lo enviaron a Barcelona. Prefirió cambiar de vida y de ambiente ante lo que le había hecho a Guillermo. Le había fallado a una de las personas más importantes de su vida y ahora no le quedaba nada, sólo su trabajo y su sueldazo. Su envidia no le había jodido sólo su propia vida, sino también la de su amigo.

Juan Manuel Regalado Hens

Lujuria


Eran las cinco y media de la madrugada de un miércoles lluvioso. A Lucía le gustaba salir entre semana, porque había menos gente y se podía hablar mejor. Además, la lluvia hacía que las calles se vaciaran como por arte de magia. Se veía que la mayoría de la gente ya tenía lo que buscaba en casa. De pronto se sintió sola. El hombre con el que había estado hablando toda la noche volvió del baño y se fue directo a pedirle otra copa. Creía que necesitaba alcohol para convencerla. Era menor que ella, pero le daba igual. Tres años tampoco son tantos.

Lucía era fetichista de los ojos. No podía dejar de mirar las pupilas de aquel desconocido que trataba de conquistarla con una retahíla de temas irrelevantes. De todas formas, no pensaba llamarlo al día siguiente. Sus labios se volvían más rojos por momentos según Lucía; conforme aumentaba su deseo el chico se iba moldeando a su gusto. Era rubio, lo cual no le gustaba mucho, pero haría un esfuerzo. La tomó de la mano y el calor recorrió todo su brazo hasta el cuello, para bajar luego. Se acercó a su oído para hablarle aunque era totalmente innecesario, y ella se dejó hacer. Se alejaba de vez en cuando para poder mirarle a los ojos: dos profundo océanos oscuros apenas distinguibles con las luces de colores. Intentaba a toda costa retener esa imagen en su cerebro, para no olvidarlo cuando el nombre de aquel hombre se hubiera perdido de su memoria. Era otro par de ojos, otro reflejo de un alma desconocida, para su álbum personal de sueños.

Les distrajo el amigo, que ya se iba. Lucía aprovechó para mirarle el culo a su acompañante, porque no lo iba a hacer todo con los ojos y no quería llevarse sorpresas. Pasado el test, pidió un par de chupitos de tequila, limón y sal. Tuvo que ser ella quien rompiera el hielo, como solía sucederle, y al último chupito lo siguió un lametón en el cuello y un bocado en un par de labios ya más rojos que el fuego.

El piso del chico era pequeño y estaba desordenado. De todas formas, no pensaba quedarse a desayunar. Memorizadas las pupilas y olvidado todo lo dicho unas horas antes, Lucía se entregó a una imperiosa necesidad carnal que aquel desconocido, por más empeño que le puso, no logró saciar completamente. Tenía que haberse ido a por el amigo. Y allí estaba de nuevo, una madrugada más: desnuda sobre la cama de cualquiera, despeinada, insatisfecha y palpitante. Se había acostumbrado tanto a la frustración que apenas le preocupaba. No esperó a que el muchacho despertara. Aunque para otra vez ya lo sabía: el amor no tiene edad, el sexo sí.

Como le había pillado el amanecer, decidió coger el autobús. El 15 estaba esperándola con las puertas abiertas, y se sintió afortunada por esa minucia. La experiencia le había enseñado que la vida se disfruta más si uno se conforma con poco, aunque le costaba un poco seguir el lema. Nada más subir se encontró de golpe con una monja. Era joven, no debía tener más de treinta. Cabizbaja y discreta, de vez en cuando alzaba la vista para contemplar a Lucía. Ésta se dio cuenta y miró al retrovisor: despeinada, con ojeras y, aunque la monja no lo viera, intuía que se había dado cuenta de que llevaba la ropa interior en el bolso. Sin duda no era ésa la entrada triunfal de una ninfa libertina, más bien la patética imagen de una mujer incansable. Se sintió avergonzada y agachó la cabeza, intentando arreglarse un poco la falda. Esa mujer que la miraba era capaz de vivir para una sola creencia, y ella no era capaz de creer en sí misma. Mientras la monja vivía para los demás, ella se aprovechaba de los hombres para confirmar una y otra vez su incapacidad de amar. Se dio cuenta de lo ruin que era, y bajó en la siguiente parada conteniendo el llanto.

Por su parte, Sor Ángela no hacía más que preguntarse de dónde vendría esa extraña mujer. Cuántas horas llevaba fuera de su casa. Con cuántos hombres habría estado en toda su vida. Qué recovecos del infierno le quedaban por explorar. Hasta dónde sería capaz de llegar en su lujuriosa forma de vida. Se mordió el labio e intentó rezar, pero en su mente no dejaban de pasar una y otra vez la imagen de esa falda descolocada y ese escote que insinuaba la forma, pero dejaba clara la intención. Bajó rápido del autobús y se metió en el servicio de una cafetería a toda prisa. Allí se apretó el silicio, conteniendo la respiración para ahogar un grito. Se sintió aliviada cuando la sangre bajó lentamente hasta su rodilla. Se suponía que era un castigo, pero era la sensación más intensa que Dios le mandaría en toda su existencia.

Lucía y Ángela, aunque parecen muy distintas, son hermanas en su búsqueda del placer. Ambas están solas en este mundo –como todos- y sacian su sed en el arroyo más cercano –como todos.

Mª Dolores García Torres

jueves, 14 de mayo de 2009

José Luis. La verdadera historia

En verdad José Luis no era ciego de nacimiento. Tenía un 80% de minusvalía que no se había revisado en años y fue fácilmente operable cuando se pusieron a ello. Como he oído rumores por ahí no del todo precisos, quiero poner en claro unas cuantas cosas.
Allá por el año 79, cuando lo conocí, tenía un kiosko de chucherías en Pino Montano. Yo pasaba mucho tiempo con mis amigos alrededor de él y, de vez en cuando, nos regalaba algo, sobre todo a su favorito, Andrés, con el que jugaba a que no veía muy bien, a que se le caían las chucherías, a que se agachaba a buscarlas. Esas cosas. Y luego todo el día animándonos a que nos metiéramos con las niñas, que les levantáramos las faldas y le dijéramos el color de las bragas.
Yo no me di cuenta de nada hasta que mi padre me lo dijo:
-Mira que José Luis tiene un retraso madurativo. El pobre se cree que es un adolescente y siempre anda con niños de tu edad. No se muy bien lo que pasó, pero lo cierto es que hace mucho fue a pedir un certificado para una plaza en la ONCE y se lo denegaron. Algo había hecho que le aplicaron la ley de vagos y maleantes.
Cuando volví por el barrio en el 89 José Luis había cogido un pequeño local a la salida de Continente (hoy Carrefour) y el kiosko se había sofisticado. Ahora las chucherías estaban en botes transparentes, los clientes usaban pinzas de plástico para meterlas en bolsas y algún muchacho de otra pandilla nueva las pesaba y cobraba. Así me encontré con el hijo de mi amigo, Juan el Grande, su nuevo favorito, que tocaba la batería con los botes vacíos como loco y se comía los bollycaos gratis, los fresones de cincuenta céntimos, los tiburones de coca-cola, las tiras de regaliz. De todo lo que había.
Años más tarde en una reunión le comenté a Andrés lo de José Luis. Andrés había terminado la especialidad de oftalmología y, sea por cariño, remordimiento o pena, lo hizo. Fue a verlo, preparó los papeles, y lo operó en cuestión de días. Cuando José Luis abrió los ojos y vio a todo el mundo envejecido, sólo dijo (me lo aseguró Andrés):
-La amistad, vaya mierda!
A Juan le contaron lo de la operación pero no había abierto sus propios ojos. Aún pensaba que era ciego.

Ricardo Navarrete Franco

domingo, 10 de mayo de 2009

La Guerra

Todos los niños gritaban llenos de alegría, habían ganado una gran batalla en la que muchos habían caído. El suelo estaba cubierto de críos que lloraban mientras miraban sus rodillas raspadas y los chichones de sus cabezas. “Habéis luchado bien” gritó uno de los chicos a la multitud que le rodeaba. Esos “perros” de la calle de al lado no volverán a pisar el barrio. No en un mes al menos. Todos se reían y abrazaban embargados por la emoción mientras el les sonreía. Era un gran líder, les había dirigido bien. Ayudó a muchos de sus guerreros a levantarse y correr mientras esquivaban el ataque enemigo. Todo parecía perdido hasta que un chico pequeño llegó con munición. Un gran cubo lleno de piedras que lanzaron sin piedad contra sus contrincantes. Les había ayudado a todos, por algo era el jefe, el más fuerte, el mayor. Todos sabían que lo era y que debían obedecerle. Todo era como un sueño, uno de esos cortos que se va desvaneciendo poco a poco y cuando te das cuanta apenas lo recuerdas. El suyo terminaba al oscurecer. Todos corrían a sus casas hechas de madera y trozos de edificios viejos. Su interior casi vacío podía verse a través de las cortinas raídas de algunas de las cabañas lo suficientemente ricas como para tener cortinas. El vio como todos sus compañeros se metían en sus casas y eran recibidos a collejas por sus madres al ver estas lo sucias que llevaban sus ropas “qué extraño, creo que vuelven igual o menos sucios de lo que salieron esta tarde”, pensaba él mientras iba de camino a la suya. A cada paso que daba, se convertía más y más en un crío común. Parecía encoger, los laureles habían caído de su cabeza hacía rato, y sabía que una vez llegase a casa, no sería más el líder, sino un niño más recibido a collejas por una madre enfadada.

María Suárez Alonso

sábado, 9 de mayo de 2009

Un martes cualquiera

Los romanos no usaban el mismo sistema que nosotros para expresar cantidades. Usaban letras que representaban un valor fijo, al que sumaban o restaban unidades hasta llegar al número exacto que querían expresar. ¡Silencio! Rebeca levantó la cabeza de su cuaderno de rayas al tiempo que las risas se apagaban. Seguro que estaban hablando de ella. La que se reía era Sonia, que era un poco mandona pero todos querían ser sus amigos. A Rebeca ya nadie le hablaba porque un día en el recreo la empujó y se metió con su vestido. El estúpido vestido de flores que llevaba puesto ahora mismo. Tenía que haberlo escondido mejor, o mejor, haberlo tirado a la basura.

¡Ring! Veinte pares de pequeños pies atropellándose en el camino al recreo. Rebeca se vuelve con solemne lentitud y hace como que busca el bocadillo de chorizo envuelto en papel albal, que ve perfectamente al fondo de su mochila. La señorita Lucía le dice que se dé prisa y lo atrapa corriendo. Rebeca come sola junto al tobogán. Allí está Sonia con su pandilla de lameculos, todos riéndose y chillando. Al otro lado del campo de fútbol sin porterías otro niño come solo también. Rebeca no sabe si acercarse o no porque es el rarito, que le tienen que poner un menú especial en el comedor y siempre está con los profesores. No quiere que la asocien con él. Pedro va tras Sonia y la agarra del chaleco, pero ella había dicho “cruci” antes porque tenía que ir a beber. No es verdad. Se enfada y le grita, y amenaza con ir a clase a por su elástico: Ana y Marta le siguen. Al final Pedro la vuelve a quedar , y ellas corren de nuevo, felices. ¡Ring! ¡Tonto el ulti! Rebeca ya está en la fila. “Primen”, dice tímidamente. Pedro la mira y continúa: “¡segun!”. Pero Sonia dice que ha hecho trampa porque ha llegado antes de que suene la campana. El juego acaba.

Las palabras agudas son aquellas que tienen el acento en la última sílaba. Ana no recuerda cómo se acentúan y Rebeca duda si levantar la mano o no. Al final no la levanta. Recuerda que ella se rió cuando Pedro le levantó la falda a Sonia y se le vieron las bragas. Y también se rió de Juan cuando Ana le dijo que le gustaba y era mentira, y él se lo creyó y la esperó en la puerta del cine toda la tarde. Juan el rarito, sólo él podía creerse algo así. Todo era culpa de su vecino Jose Luis, que le había dicho que le plantara cara de una vez. ¿Qué iba a saber un viejo ciego?, si hasta ayer no sabía cuál era el color rosa. De todas formas le hizo caso. El chiste de Sonia era bueno, pero ella decidió añadir un “la has caga’o”, para ridiculizarla. Todos le aplaudieron por ello. Ayer al salir de clase le tiró un piedra, ¿qué haría hoy?

¡Ring! A Rebeca le tiemblan las piernas. Percibe en su compañera la mirada maliciosa de quien va a poner en marcha un plan malévolo, como cuando entre las dos metieron una rana en una caja y se la regalaron a Marta con una falsa nota de amor. Se empieza a formar el corrillo bullicioso a su alrededor sin que pueda escapar, ávidas las bocas por pronunciar el grito de guerra. ¡Pelea, pelea! La matona hace su entrada triunfal entre gritos, pero no le da tiempo de recibir a la plebe con su mirada altiva, porque cae al suelo derribada. Una piedra del tamaño de un puño sobre su nuca ha acabado con su gloria. Estupor en los rostros de sus amigos, sangre en el suelo, y la sombra lejana de un rarito que se ha hartado del reino del terror en el que vivía. Ya nadie se fija en las horrendas flores del vestido de Rebeca.

Mª Dólores García Torres

viernes, 8 de mayo de 2009

1989

“¿Qué es eso?” dijo una niña.

“Shhh…calla. La tele” dijo otro niño rubio.

“Parece una caja oxidada” contestó a la niña un niño pecoso.

“Pues ábrela”. El niño pecoso la intentó abrir mientras el rubio seguía pidiendo silencio. Éste estaba alterado porque estaban rompiendo la rutina de tele de cada tarde (de lunes a domingo, de cinco a nueve) que los tres compartían. No entendía cómo la niña y el pecoso lo interrumpían por una estúpida caja rota que encontraron a la hora del recreo.

“¡Ya!” gritó alegre el pecoso que había conseguido abrir la caja. “¿Qué es todo eso?” preguntó la niña. Dentro de la caja había unos objetos cubiertos de polvo: una pelota de cuero, que antes fue blanca, cosida con hilos rojos; un pequeño muñeco de plástico con la cabeza vacía y sonriente; una mano verde y gelatinosa; una bolsa son unas esferas de cristal ; unos cubitos de varios tamaños y colores que parecían encajar unos con otros algunos papeles de caramelos rosa y alargados; un cómic de un niño mono y un papel con una letra horrorosa que ponía: “Bienvenidos al 26 de octubre de 1.989”. El pecoso y la niña se entusiasmaron con los objetos. “¡Mira!” le decían al rubio “¡to’ esto es mu’ guay!”. El rubio lanzó un bufido y siguió viendo la tele, aunque miraba a los otros de reojo. “¡Vamos fuera a jugar con al pelota!” gritó la niña. Los dos se fueron al jardín, pero antes dejaron el comic al lado del rubio, quién lo cogió enseguida y, dejando sola a la ruidosa televisión, se fue detrás de los otros dos. En aquella calle de niños recluidos en sus casas con sus teles, ahora parecía volver a ser 1.989: los niños jugaron a tirarse la pelota: arriba, abajo, se perdía, se encontraba, se colgaba en un árbol…,el muñeco sin pelo pronto encontró un compañero gigante en el niño pecoso mientras la niña derribaba montañas de esferas cristalinas tirando otra, y el pequeño rubio se entretenían en las aventuras del niño mono. La risa, el sudor, la imaginación, la infancia volvieron a cobrar sentido esa tarde en el 132 de Lexington Avenue. 2009.


Cristina Sampedro Alonso

miércoles, 15 de abril de 2009

Ceguera

Le gustaba oir a Bonnie Prince Billy cantando “and then I see a darkness”, aunque ahora prefería oírselo a Johnny Cash por su desgarro y crudeza. La oía en su Ipod para poder dormir. La música se mezclaba con sus sueños hasta penetrarlos y contaminarlo todo. “Oh, no, I see a darkness, oh no, I see a darkness, oh no, I see a darkness, oh no, I see a darkness...” estas palabras repetidas una y otra vez lo transportaban al suceso que recordaba una y otra vez. Ya casi no veía imágenes en sus sueños, sino más bien sonidos, olores y vagas luces.

Luces de faros...
ruido chirriante de ruedas derrapando contra el pavimento...
olor a humedad y sangre.
Y al final solo oscuridad.

Hasta que una imagen se iba acercando a él. Era la cara de Ana mirándole. Y mientras lo hacía, quieta, desde el centro iba cambiando hasta convertirse en la cara de él: “yo soy Ana”.

Despertó bruscamente por la pesadilla pero casi hubiera preferido seguir durmiendo, pues al menos el tiempo allí es menos pesado. Vivió el proceso de la pérdida del ser querido en tres fases: dolor por la pérdida, dolor por la ausencia y por último soledad. Una soledad pesada como el tiempo y oscura como su sueño, como todo lo que ahora veía.

Como un maldito presagio, poco antes del accidente se había estado encontrando con pequeños pájaros muertos en la calle. Le hacía recordar una clase de literatura en la que Navarrete había explicado que los pájaros volando eran un símbolo del amor en literatura. “Pájarillos muertos, pobres amores muertos”. Ahora al recordarlo reía y lloraba al mismo tiempo.

Mª Reyes Ferrer Astillero

jueves, 2 de abril de 2009

Sin título

Sonaba triste, con un quejido atragantado que no terminaba de arrancar. Un mal sentimiento que yo sabía no crecería, y acabaría disolviéndose en mil trivialidades. Olía a perfume, pero no el que solía usar los sábados por la noche. Rocé su cabello con mis manos mientras me contaba la historia, mil veces repasada mentalmente. De pronto un toque de café y naranja en el aire me devolvió a mi infancia un segundo, cuando solía soñar la vida. Pedí tocarle el rostro, un frío muro de seriedad que intentaba sostenerse con esfuerzo. Sentí sus brazos, y su corazón latía a la velocidad de mis pensamientos, que se fueron un momento de nuevo al pasado tras el recuerdo de una vieja canción. Tras esto se marchó, se bajó del escenario sin siquiera esperar que terminaran los aplausos.
Yo me quedé sentada en mi cueva. Cuando no hay sombras que te confundan ni luz que te ciegue, sólo queda la verdad.

Mª Dolores García Torres

martes, 31 de marzo de 2009

José Luis

José Luis era un hombre de unos 70 años, se podía decir que había tenido una vida plena, llena de alegrías y satisfacciones. Había conseguido casi todo lo que se propuso. Excepto por un detalle; era ciego de nacimiento y a lo largo de su vida fue creando en su mente una concepción utópica del mundo. Pensaba en lo extremadamente bello que era todo: las flores, el campo, las grandes ciudades, la gente... Pero pese a su avanzada edad aún le tocaría aprender la lección más importante que jamás nadie le enseñó sobre la vida, y es que debido a los avances médicos José Luis consiguió, tras una operación de 14 horas, ver y poder apreciar con detalle todo lo que le rodeaba y darse cuenta que no todo era tan bello y tan ideal como él pensaba. Aunque la decepción más grande se la llevó con las personas, ya que al ser ciego todo el mundo le había tratado de forma muy amable, pero al recuperar la vista la gente empezó a mostrarse ante él como realmente era. Y es que en la ignorancia se vive más feliz.

Juan Manuel Regalado Hens

XI

La señora de delante sacó los billetes de la cartera apretada y los empujó por debajo de la rejilla.

–A ver si ha habido suerte, hija.

Dentro del kiosco verde apenas cabían el vendedor y su mujer, de pie; y el perrillo, sentado en el banco. Será que en espacios reducidos se manejan mejor.

–Dos reintegros, ¿qué le doy?

Los números no premiados volvieron a aparecer por debajo de la rejilla. La mujer los cortó en partes geométricas y los encajó con el dedo en la papelera diminuta, de donde el último volvió suavemente para asomar su esquina rizada.

–Dame dos treinta y siete, a ver.

Se parecía un poco a la madre. ¿Qué le habrían dicho de la ruptura? Después de 93 días no había vuelto a cruzarse con ella, pero la veía por todos lados, como cuando lo de Carrie y Aidan. Alguien pasó por el carril bici pedaleando con cadencia parecida. A José Alberto le sudó la mano dentro del bolsillo donde tenía ya sujeto el euro cincuenta. Fue un segundo o menos. Y un vestido de Desigual relampagueó dentro del 25, Prado de San Sebastián-Rochelambert, que iba pegado a la acera. Pero tampoco.

Tenía pensado pedir el tres que sostenía la pinza azul, pero ahora el veinticinco le hizo dudar. Como buen jugador, cambió en el último instante por si alcanzaba así al futuro.

–Deme un treinta y siete a mí también.

Su edad, pero bueno. No le iba a tocar. No podía ver el porvenir, enterrado como estaba entre miles de coincidencias. Sólo le vino a la cabeza el verso de Goytisolo: “Como ciego miré, por todas partes, buscando un pecho, una palabra, algo, donde esconder el llanto.” Y mientras cruzaba el semáforo se volvió para asegurarse de que no era ella, no podía ser, la del cinturón ancho.

Ricardo Navarrete Franco

viernes, 27 de marzo de 2009

Nunca conocerás nada como ésto

“Nunca conocerás nada como esto. ¿Es que no ves todo lo que hay a tu alrededor?” Yo no decía nada, se me escapaban algunas lágrimas “Anda ven niño” me cogió de la mano y me llevó hasta una tienda de telas moradas y amarilla.

“¿Qué quieres, Lucía?” dijo una mujer de piel morena y que vestía con túnica y turbante.

“Quiero que el niño vea tan bien como veo yo.”

Al principio no entendía nada de lo que decían ni mi abuela ni la otra mujer que me cogió de la mano y me sentó a su lado. Encendió algunas varillas de incienso que hicieron que me empezara a marear un poco, a tener sueño. Me quedaba dormido...

No se exactamente cuando dejé de ver, abrí los ojos y sólo había formas y colores, movimiento. Todo era confuso, intentaba distinguir algo entre aquella visión.

“¿Chimó? Despierta, niño, anda” Era la voz de mi abuela, su voz era azul y clara, ondulada y suave. Y entonces la vi, joven y bellísima, el largo pelo rubio y los ojos más azules del mundo.

“Ven cariño”, me decía mi joven abuela, “voy a enseñarte tu mundo”. Pero yo no veía nada, ni la tienda en la que me quedé dormido ni la mujer que me dejó ciego. Solo a mi abuela. Pero sentía el color del sol, comenzaba a ver el polvo de la luz. Olía las flores silvestres que crecían alrededor, las margaritas, las amapolas, la hierba mojada; todo empezaba a crecer a mi lado, todo más blanco, rojo y verde que antes. Miré a mi abuela que me cogía de la mano y me guiaba, cada vez que la oía o apretaba mi mano me parecía más guapa. “Ven, niño y escucha”. Me quedé quieto, expectante. Un gran rugido me asusto, un sonido profundo, estremecedor, miré de donde procedía y aunque bien sabía que era un león, lo único que vi fue un enorme dragón, verde y lleno de escamas encerrado en una jaula. Agarré a mi abuela y le pregunté si veía lo mismo que yo, asintió sonriéndome. Me tranquilizaba aquel rostro lleno de paz. “venga, vamos a enseñarte más cosas”. Seguimos andando, me paró y me susurró, “adelanta la mano, sin miedo tocalo pero ten cuidado con su cuerno blanco”. ¿Cuerno?¿qué cuerno?. Adelante la mano y noté el húmedo y suave pelaje del hocico de una cebra, pero no era una cebra ya, a mis ojos era un brillante unicornio blanco. “Abuela, ¡mira, mira! ¿lo ves?” “Sí niño, lo veo. Venga que tienes mucho que ver”. Aunque me dio mucha pena separarme del unicornio, me fui porque aun sentía mucha curiosidad por lo que vendría ahora. Mientras caminaba hacia mi próximo destino, escuchaba las voces de los animales que se convertían en enormes lobos, en brillantes fénix y las personas también habían cambiado: la enorme señora barbuda ahora cantaba y me parecía un ángel, notaba las vibraciones en el suelo de los equilibristas y me parecían suaves como gacelas, las risas de los payasos ahora eran como bromas de bufones de reinos muy lejanos. “Entra, niño, hay dos escalones, ten cuidado”, me tropecé pero al final entré. En seguida olí el perfume de las bailarinas, incluso pude oler el maquillaje que usaban. “Por aquí” me decía la abuela, notaba el calor de las bombillas. La abuela me paró, sentí que se iba de mi lado y eso me dio mucho miedo. No quería quedarme solo, pero entonces la escuché, estaba poniendo el viejo tocadiscos y una música muy familiar vino a mis oídos. La abuela me cogió la mano y me puso un trozo de tela en ella, toqué el suave terciopelo del vestido de la mujer más alta del mundo. Me dio otro trozo, el áspero tacto de un tutú y su sonido (“fru, fru”) me enseñó a las delgadas y misteriosas bailarinas cuya piel brillaba con los focos. Ahora noté la suave y resbaladiza tela de seda y vi a los funambulistas volando por los aires, sin cuerdas. Nada tenía que ver con el circo real, todo era ahora mucho mejor. “Y ahora ven, mi niño, que voy a enseñarte lo mejor de todo”. Me llevó hasta una silla y me sentó, esta vez fue ella quien me cogió la mano y la llevó hasta una superficie fría y polvorienta, el espejo del tocador. Volvió a coger mis manos y me hizo tocar mi pelo, rizado y desordenado. “Nota el negro de tu pelo, hijo” me dijo. La cara, suave de niño aun, la nariz grande y la boca gruesa. “¿Notas la infancia en tu cara, la elegancia de tu nariz y la dulzura de tu boca?” yo sonreía. Me dirigió la mano al pecho y sentí mi corazón. “¿Notas el potro trotar, al colibrí volando, niño?” le asentí y sonreía, se que una lágrima se le escapó porque a mi también, y se que somos iguales.

Ya empezaba a ver a mi abuela de nuevo vieja. “Abuela, quiero quedarme así. Me gusta vivir igual que tu, en este mundo”. Entonces me dio una colleja. “No seas loco niño, ojala yo pudiera ver de verdad otra vez. Aunque todo te parezca maravilloso no es mas que una mentira, pues no puedes ver el azul del cielo o el brillo del rocío. Aunque yo sea hermosa y joven, aunque los funambulistas vuelen de verdad y la cebra sea un unicornio, el dragón sigue siendo más fiero que el tímido león”. Ahí estaba mi abuela otra vez con las arrugas tejidas en su cara, cuanto las había echado de menos, como me gustaba recorrerlas con mis dedos. Y su cuerpo, ahora gordo, era donde yo me quedaba siempre dormido y no en su delgada figura de antes. Salí fuera de la caravana y el sol me deslumbró, la cebra seguía durmiendo con su pijama rayado y el león rugía intentando recordar su grandeza.

“Este es tu mundo de verdad, niño, espera ver la gloria que te espera”.

Cristina Sampedro Alonso