martes, 26 de mayo de 2009

Máquinas de guerra

Nuestras vidas habían cambiado radicalmente desde que, estando en 6º curso de excursión con el colegio, nos desviamos del resto de la clase atraídos por la curiosidad que nos produjo una misteriosa cueva que encontramos en medio del bosque. Éramos 5, los 5 inseparables de la clase: Javi, Mónica, Ana, Alberto y yo. Uno no hacía nada sin los otros 4, formábamos un pack indivisible.

La entrada de la cueva estaba casi tapada por completo por las ramas de un sauce llorón que crecía justo al lado, por lo que Alberto, que era el más alto, sujetó el espeso ramaje mientras los demás pasamos agachados por debajo. Pocos pasos después de entrar en la cueva apenas se veía nada, menos mal que íbamos provistos de varias linternas que un rato antes nos dieron los profesores. El interior de la cueva estaba muy húmedo, el musgo crecía por todas partes y un goteo constante hacía las veces de hilo musical.

Seguimos avanzando hasta una zona donde empezaban a aparecer multitud de estalagtitas y estalagmitas, algunas de ellas fundidas ya en auténticas columnas. Por esta zona nos fue mucho más difícil pasar y algunos de nosotros necesitamos la ayuda de los más habilidosos para atravesarla. La siguiente zona de la cueva fue la que más nos impactó y en la cual viviríamos algo que nos marcaría para siempre: Se trataba de una sala inmensa cuyas paredes estaban llenas de pinturas. En ellas se representaba de forma muy esquemática unos hombres cazando lo que parecían una especie elefantes gigantes con unos colmillos exageradamente grandes. Eran pinturas rupestres que a simple vista no parecían tener nada extraño, pero cuando nos detuvimos a observarlas vimos las figuras de lo que parecían ser hombres volando sin más ayuda que la de sus propios cuerpos. En otra parte de la pared había dibujado otro hombre del que parecía salirle fuego de las manos, y como esas había una gran serie de pinturas que representaban fenómenos extraños. Las pinturas se repartían a lo largo y ancho de las paredes de aquella sala rocosa. Finalmente lo que acabaría atrayendo toda nuestra atención sería un lago que se situaba al fondo y donde terminaba la cueva.

Por lo que decidimos darnos un baño, ya que el calor era sofocante y era lo que más nos apetecía en ese momento. La temperatura del agua era perfecta y del fondo del lago salían unas burbujas que hacían un efecto jacuzzi muy relajante. Todo era tranquilidad, salvo cuando el pesado de Alberto te sorprendía por la espalda con una de sus ahogadillas. Al salir del lago nos dimos cuenta de que había pasado muchísimo más tiempo del que en realidad creíamos ya que habíamos estado bañándonos durante más de 5 horas. Tras habernos secado y vestido estuvimos un rato charlando y bromeando, cuando de pronto Mónica empezó a sentir unos espasmos que se hacían cada vez más fuertes. -¿Qué me está pasando? Repitió varias veces muy asustada hasta quedar inconsciente. Pero no sería la única a la que le pasaría ésto, ya que unos minutos después, mientras intentábamos que Mónica despertara, a Javi le pasó lo mismo y uno tras otro fuimos cayendo y quedando inconscientes en el suelo de aquella fría cueva.

Al despertarme quedé cegado por una luz blanca que apuntaba a mis ojos. Tras recuperar la visión me di cuenta que lo que había a mi alrededor no eran las paredes de la cueva en la que nos desvanecimos. ¿Dónde me encontraba?, ¿dónde estaban mis amigos? Aquello parecía la habitación de un hospital. Estaba conectado a un montón de aparatos raros y me extrañaba mucho que todos los letreros e indicaciones estuvieran escritos en inglés.

En cuanto desperté, la médica que estaba conmigo en la habitación salió de la misma y regresó después de un rato acompañada de un grupo de médicos, me cambiaron de camilla y me llevaron a otra sala. Los pasillos eran muy luminosos, tanto que molestaba a los ojos. Había gente con bata blanca por todos lados, algo que es típico de cualquier hospital aunque hubo un detalle que me desconcertó: también había muchos hombres con traje militar y armados hasta los dientes por todas partes. En mi traslado a la otra sala escuché muchas conversaciones, pero no pude entender nada ya que todo el mundo hablaba en inglés.

Tras un largo paseo por aquellos pasillos llegamos a una puerta en la que se podía leer: RESTRICTED AREA – AUTHORIZED PERSONNEL ONLY. La puerta daba a una sala gigantesca llena de niños. A cada uno le acompañaba un hombre con bata blanca, parecían estar recibiendo algún tipo de entrenamiento. Todo era muy extraño: los niños eran poseedores de ciertas habilidades especiales y allí se les estaba enseñando a controlarlas. También pude ver a mis compañeros aprendiendo a desarrollar las suyas; pude ver a Javi levitando por unos instantes, a Mónica convirtiendo el agua en hielo con solo tocarla, a Alberto atravesando una pared sin necesidad de puerta alguna y a Ana moviendo un lápiz con la mente. ¿Qué es lo que pasaba allí? ¿Qué era todo aquello? Me sentía muy confundido. De pronto sonó una sirena y todos los niños se dirigieron a una especie de descampado inmenso y muy arenoso en el que había un letrero gigante en el que se podía leer: AREA 51. No sabía qué podía significar aquello.

Parecía la hora del recreo. Uno de los médicos me indicó mediante gestos que lo acompañara, me dejó en el patio donde estaban los niños y se fue. Lo primero que hice una vez me dejaron “libre” fue buscar a mis amigos ya que quería ver si ellos me podían dar una explicación a lo que estaba pasando. Me metí entre los cientos de niños que allí podía haber pero no daba con mis amigos, hasta que escuché que alguien me llamaba: ¡Juan!, ¡Juan!, ¡estamos aquí! Allí estaban, en una de las zonas cubiertas de aquel extenso campo de arena. Cuando me acerqué lo suficiente a ellos, me dieron un abrazo. – Creíamos que no volveríamos a verte. Dijo Ana. Les conté lo que había visto en aquella especie de “hospital” y ellos me contaron la razón por la que estábamos allí. Sus instructores les habían puesto al corriente.
El lago en el que nos bañamos es un experimento que el gobierno americano lleva en secreto desde los años 30. Parece estar poseído por una especie de conjuro que unos druidas de una tribu prehistórica echaron sobre él. ¿Recuerdas la pintura de la cueva en la que se veían a varios hombres que dirigían una especie de rayos a lo que parecía un un charco de agua? Ese charco era el lago. Dijo Alberto.
Desde que los americanos descubrieron aquello, todo el que se baña allí cae desmayado habiendo previamente adquirido una serie de habilidades especiales imposibles para cualquier ser humano. Por lo que nos traen aquí para que desarrollemos esas habilidades y trabajemos para su ejército. Desde este momento hemos dejado de ser personas para convertirnos en máquinas de guerra.

Juan Manuel Regalado Hens

viernes, 22 de mayo de 2009

Pereza


“Oye, ¿estás durmiendo?"

Otra vez esa voz, me taladra la cabeza. Qué se calle por favor.

“No, me estoy mirando por dentro” le digo, lacónica.

“Déjate de tonterías. Levántate y ven a ayudarnos. No te quedes ahí como una inútil”. Se va. Veo como sus pies se alejan en la arena. Inútil. Inútil. ¿Inútil? La palabra se queda flotando en mi mente de diversas formas y recuerdo. Siempre he sido tan guapa, tan rica…y siempre me he sentido tan inútil. ¿Cómo no se da cuenta? Soy inservible, soy frágil y soy cobarde. Tengo miedo de que vean que soy una inútil de verdad. Por eso me pongo mis enormes gafas de pasta negra enormes y me estiro a tomar el sol mientras los otros trabajan. Aparentemente relajada. Aparentemente despreocupada. Aparentemente altiva.

Asquerosa pereza, pecado de los inútiles.

Cristina Sampedro Alonso

jueves, 21 de mayo de 2009

Soberbia


Jueves, 8.00
Una mañana más. Me levanto y tengo que estar lista antes de las nueve para cuando llegue Marcos salir a desayunar. Una de las pocas tradiciones que aun conservo.

9.05… 9.10. Nunca se retrasa, ¿le habrá pasado algo? 9.30. Ya no puedo esperar más, voy a llegar tarde a trabajar. Lo llamaré desde allí. Estupendo, no coge el teléfono, pero bueno, ya me llamará cuando vea las veces que lo he llamado.

21.00. Estoy muerta, vaya mierda de trabajo. Pronto se acabará, cuando Marcos y yo nos marchemos de esta horrible ciudad. Mmm… Que extraño, yo no suelo utilizar este tipo de palabras.

23.00. Le dejaré un mensaje en el buzón de voz. No tengo que preocuparme, si hubiera ocurrido algo malo me habrían llamado, soy su número de emergencias.

Viernes, 8.00
De nuevo a trabajar. ¿Algún mensaje o llamada en el móvil? No. ¿Tendría que empezar a preocuparme? Me pasaré por su casa. Nadie responde al telefonillo. Me voy a la acera de en frente por si puedo ver su ventana desde allí, nada. Vuelvo a picar y me responde una chica, creo que es su hermana. Le digo quien soy y le pregunto por él, pero me cuelga inmediatamente.

22.00. Todo es un poco raro, pero no me siento mal, ni tampoco desesperada por la situación. Intento recordar si ha pasado algo entre los dos, pero no encuentro nada dentro de mi cabeza.

Sábado, 10.00
Salto de la cama llorando sin parar. Pasan cinco minutos, ya estoy un poco más calmada. Me siento en el borde de la cama e intento recordar la dichosa pesadilla. Hace cosa de una semana, en casa de Marcos, discutimos no recuerdo por qué. Pero esta vez ya no era yo la persona altruista de la relación, ya no intentaba darle la razón en todo. Ahora no aceptaba su argumento, estaba segura de que yo llevaba la razón, por mucho que él dijera. Pero esto es rarísimo, ¿cómo podía ser que yo me diese la razón cuando yo le había puesto los cuernos? Es algo que en realidad jamás me perdonaría a mi misma.

11.00. Tengo la sensación de que la pesadilla fue real y no un sueño. Volveré a llamarlo. Por fin me responde, pero sólo para decirme que lo deje tranquilo y que no lo vuelva a llamar nunca más. Cuelgo el teléfono, esperando una oleada de lágrimas, pero no llegan, no me siento nada mal. Me levanto y voy hacia el baño. Me miro en el espejo, me gusta lo que veo. Yo, Beatriz, una chica guapa y llena de soberbia. Mi nueva yo.

Gloria Romero García

miércoles, 20 de mayo de 2009

Gula

Buffet Libre

El niño se movía deprisa con el plato blanco y limpio bajo el brazo. De vez en cuando daba una carrerilla nerviosa para adelantar a alguien mientras sobrevolaba los expositores. Decidió empezar por el del tejadillo de la bandera italiana. Con la pinza se sirvió elegantemente unas cuñas de pizza reseca: 4 estaciones, mar montaña con atún, mexicana y pepperoni. La margarita la abandonó junto a las salsas. La misma la comía en casa congelada. De espaguetti cogió algo, no mucho, para probarlos. Se deshacían con solo sujetarlos. Y otro poco de tortellinis medio abiertos. La cuchara de plástico quedó chorreando tomate al lado del cuenco, y así la dejó. No había carne picada ni queso rallado. Levantó la mirada –se sabía bien dónde estaba todo-- y se orientó enseguida: “Embutidos, patés y quesos.” Allí aderezó el primer cargamento con lonchas de queso, chorizo vela mont vert, delisandwich langosta, galantina jardinera. Llevó su presa a la mesa a pasitos cortos, el plato sujeto con las dos manos, el mentón en el pecho.

En una esquina del salón, detrás de bandejas grasientas y humeantes –nadie se lo había dicho—esperaba un cocinero con su gorro. Fogonero a la roteña, pularda asada, jamón guisado al horno, redondo de ternera, ¡patatas fritas¡ Ahí tuvo un contratiempo, porque había que hablar. Pidió el jamón (“para su padre”), el redondo (“para la abuela”), y el pollo (“para su hermano”). Un jubilado se tambaleó ligeramente hacia él y el muslo de la pularda cayó al suelo desde lo alto del plato. –¡Cómo es la gente! –escuchó que decían— ¡si se puede repetir lo que uno quiera!

Un eructo poco discreto lo recuperó para la tercera incursión de sólidos, pero antes necesitaba líquido, líquido. Al no estar la bebida incluida sólo le habían permitido un coca-cola. Casi pegada al aseo de caballeros es donde encontró la maquinita, camuflada por una fotografía de frutas tropicales. Colocó el vaso diminuto correctamente, le dio al botón y salió un chorrito amarillo. Amargo y rasposo, no era de naranja. Lo dejó junto a otros que había por allí a medio vaciar y pasó a su segunda opción, melocotón. Un poco dulce, pero gracias a él pudo continuar. Tarta con kiwi, con nata, con trufa, de frambuesa, de limón, de wisky, selva negra, tiramisú. Prácticamente sin ganas enjuagó el cucharón de helado en el agua marrón claro y se echó dos bolas, de chocolate, de vainilla, fideos de colores, una ciruela pasa y sirope de caramelo.

Lo último que oyó fue a su abuela que le decía al verlo venir todo rojo: ¡Hugo, Hugo Ciacco, ay Dios mío! ¡Irás al tercer círculo, junto a los lascivos! Y así fue. Por el hueso. De la.

Ricardo Navarrete Franco

lunes, 18 de mayo de 2009

Envidia


David y Guillermo eran 2 amigos que se conocían de toda la vida. Habían cumplido ya los 35 y después de haber estado en el mismo colegio, el mismo instituto, el mismo campus universitario y estar involucrados en el mismo círculo de amigos, sus vidas sin embargo eran bien distintas.

David había llevado una vida ejemplar; se licenció en la titulación conjunta de Administración y Dirección de Empresas y Derecho en la Complutense y hoy forma parte del equipo directivo de uno de los bufetes de abogados más importantes de Madrid. Se podía decir que era ‘un partidazo’ pero, sin embargo, el amor era su asignatura pendiente y es que a su edad, aún no había tenido ninguna relación seria con una mujer. Todo habían sido rollos de una noche y relaciones esporádicas con chicas que apenas conocía.

Guillermo por el contrario era lo que podíamos llamar el típico ‘enrea’, un fiestero sin remedio. Dejó la carrera a medio terminar y sus trabajos siempre habían sido temporales. Lo que ganaba se lo gastaba en salir de marcha. Trabajaba en lo primero que le salía: repartidor de pizzas, reponedor en supermercados, camarero; nunca había tenido un trabajo que le durara más de 3 meses. Sin embargo, el amor le había sonreído y compartía su vida junto a Lucía, su novia de toda la vida, a la que amaba como el primer día y la cual no llevaba muy bien su faceta fiestera, pero lo que sentía por él era superior a eso.

David solía preguntarse a sí mismo por qué él no podía tener lo mismo que Guillermo, y sentir algo de verdad por una chica por una vez en su vida. Esta situación le atormentaba cada vez más, hasta el punto en el que la sola presencia de Guillermo se le hacía insoportable, así que a pesar de tener todo lo que se pudiera comprar con dinero, no tenía una de las cosas que otorgan la verdadera felicidad y el no saber si algún día la conseguiría le hizo hacer algo de lo que se arrepentiría el resto de su vida.

A base de mentiras y engaños David hizo creer a Guillermo que su novia lo había engañado con otro. Guillermo creía a su novia por encima de todo, pero las palabras de David eran muy importantes para él porque era su amigo de toda la vida y al final acabó creyéndose que Lucía le había engañado. Por lo que la dejó y cayó de lleno en una depresión de la que ya no saldría durante años. El fiestero perdió toda su fuerza. Ya no salía de marcha, no salía a ningún sitio. Se limitaba a estar en casa, amárgandose en sus penas.

David se sentía culpable por haber hundido a su mejor amigo en la miseria, pero diciéndole la verdad no conseguiría más que perderlo para siempre. Ante esta difícil situación prefirió desaparecer. Pidió un traslado en su trabajo y lo enviaron a Barcelona. Prefirió cambiar de vida y de ambiente ante lo que le había hecho a Guillermo. Le había fallado a una de las personas más importantes de su vida y ahora no le quedaba nada, sólo su trabajo y su sueldazo. Su envidia no le había jodido sólo su propia vida, sino también la de su amigo.

Juan Manuel Regalado Hens

Lujuria


Eran las cinco y media de la madrugada de un miércoles lluvioso. A Lucía le gustaba salir entre semana, porque había menos gente y se podía hablar mejor. Además, la lluvia hacía que las calles se vaciaran como por arte de magia. Se veía que la mayoría de la gente ya tenía lo que buscaba en casa. De pronto se sintió sola. El hombre con el que había estado hablando toda la noche volvió del baño y se fue directo a pedirle otra copa. Creía que necesitaba alcohol para convencerla. Era menor que ella, pero le daba igual. Tres años tampoco son tantos.

Lucía era fetichista de los ojos. No podía dejar de mirar las pupilas de aquel desconocido que trataba de conquistarla con una retahíla de temas irrelevantes. De todas formas, no pensaba llamarlo al día siguiente. Sus labios se volvían más rojos por momentos según Lucía; conforme aumentaba su deseo el chico se iba moldeando a su gusto. Era rubio, lo cual no le gustaba mucho, pero haría un esfuerzo. La tomó de la mano y el calor recorrió todo su brazo hasta el cuello, para bajar luego. Se acercó a su oído para hablarle aunque era totalmente innecesario, y ella se dejó hacer. Se alejaba de vez en cuando para poder mirarle a los ojos: dos profundo océanos oscuros apenas distinguibles con las luces de colores. Intentaba a toda costa retener esa imagen en su cerebro, para no olvidarlo cuando el nombre de aquel hombre se hubiera perdido de su memoria. Era otro par de ojos, otro reflejo de un alma desconocida, para su álbum personal de sueños.

Les distrajo el amigo, que ya se iba. Lucía aprovechó para mirarle el culo a su acompañante, porque no lo iba a hacer todo con los ojos y no quería llevarse sorpresas. Pasado el test, pidió un par de chupitos de tequila, limón y sal. Tuvo que ser ella quien rompiera el hielo, como solía sucederle, y al último chupito lo siguió un lametón en el cuello y un bocado en un par de labios ya más rojos que el fuego.

El piso del chico era pequeño y estaba desordenado. De todas formas, no pensaba quedarse a desayunar. Memorizadas las pupilas y olvidado todo lo dicho unas horas antes, Lucía se entregó a una imperiosa necesidad carnal que aquel desconocido, por más empeño que le puso, no logró saciar completamente. Tenía que haberse ido a por el amigo. Y allí estaba de nuevo, una madrugada más: desnuda sobre la cama de cualquiera, despeinada, insatisfecha y palpitante. Se había acostumbrado tanto a la frustración que apenas le preocupaba. No esperó a que el muchacho despertara. Aunque para otra vez ya lo sabía: el amor no tiene edad, el sexo sí.

Como le había pillado el amanecer, decidió coger el autobús. El 15 estaba esperándola con las puertas abiertas, y se sintió afortunada por esa minucia. La experiencia le había enseñado que la vida se disfruta más si uno se conforma con poco, aunque le costaba un poco seguir el lema. Nada más subir se encontró de golpe con una monja. Era joven, no debía tener más de treinta. Cabizbaja y discreta, de vez en cuando alzaba la vista para contemplar a Lucía. Ésta se dio cuenta y miró al retrovisor: despeinada, con ojeras y, aunque la monja no lo viera, intuía que se había dado cuenta de que llevaba la ropa interior en el bolso. Sin duda no era ésa la entrada triunfal de una ninfa libertina, más bien la patética imagen de una mujer incansable. Se sintió avergonzada y agachó la cabeza, intentando arreglarse un poco la falda. Esa mujer que la miraba era capaz de vivir para una sola creencia, y ella no era capaz de creer en sí misma. Mientras la monja vivía para los demás, ella se aprovechaba de los hombres para confirmar una y otra vez su incapacidad de amar. Se dio cuenta de lo ruin que era, y bajó en la siguiente parada conteniendo el llanto.

Por su parte, Sor Ángela no hacía más que preguntarse de dónde vendría esa extraña mujer. Cuántas horas llevaba fuera de su casa. Con cuántos hombres habría estado en toda su vida. Qué recovecos del infierno le quedaban por explorar. Hasta dónde sería capaz de llegar en su lujuriosa forma de vida. Se mordió el labio e intentó rezar, pero en su mente no dejaban de pasar una y otra vez la imagen de esa falda descolocada y ese escote que insinuaba la forma, pero dejaba clara la intención. Bajó rápido del autobús y se metió en el servicio de una cafetería a toda prisa. Allí se apretó el silicio, conteniendo la respiración para ahogar un grito. Se sintió aliviada cuando la sangre bajó lentamente hasta su rodilla. Se suponía que era un castigo, pero era la sensación más intensa que Dios le mandaría en toda su existencia.

Lucía y Ángela, aunque parecen muy distintas, son hermanas en su búsqueda del placer. Ambas están solas en este mundo –como todos- y sacian su sed en el arroyo más cercano –como todos.

Mª Dolores García Torres

jueves, 14 de mayo de 2009

José Luis. La verdadera historia

En verdad José Luis no era ciego de nacimiento. Tenía un 80% de minusvalía que no se había revisado en años y fue fácilmente operable cuando se pusieron a ello. Como he oído rumores por ahí no del todo precisos, quiero poner en claro unas cuantas cosas.
Allá por el año 79, cuando lo conocí, tenía un kiosko de chucherías en Pino Montano. Yo pasaba mucho tiempo con mis amigos alrededor de él y, de vez en cuando, nos regalaba algo, sobre todo a su favorito, Andrés, con el que jugaba a que no veía muy bien, a que se le caían las chucherías, a que se agachaba a buscarlas. Esas cosas. Y luego todo el día animándonos a que nos metiéramos con las niñas, que les levantáramos las faldas y le dijéramos el color de las bragas.
Yo no me di cuenta de nada hasta que mi padre me lo dijo:
-Mira que José Luis tiene un retraso madurativo. El pobre se cree que es un adolescente y siempre anda con niños de tu edad. No se muy bien lo que pasó, pero lo cierto es que hace mucho fue a pedir un certificado para una plaza en la ONCE y se lo denegaron. Algo había hecho que le aplicaron la ley de vagos y maleantes.
Cuando volví por el barrio en el 89 José Luis había cogido un pequeño local a la salida de Continente (hoy Carrefour) y el kiosko se había sofisticado. Ahora las chucherías estaban en botes transparentes, los clientes usaban pinzas de plástico para meterlas en bolsas y algún muchacho de otra pandilla nueva las pesaba y cobraba. Así me encontré con el hijo de mi amigo, Juan el Grande, su nuevo favorito, que tocaba la batería con los botes vacíos como loco y se comía los bollycaos gratis, los fresones de cincuenta céntimos, los tiburones de coca-cola, las tiras de regaliz. De todo lo que había.
Años más tarde en una reunión le comenté a Andrés lo de José Luis. Andrés había terminado la especialidad de oftalmología y, sea por cariño, remordimiento o pena, lo hizo. Fue a verlo, preparó los papeles, y lo operó en cuestión de días. Cuando José Luis abrió los ojos y vio a todo el mundo envejecido, sólo dijo (me lo aseguró Andrés):
-La amistad, vaya mierda!
A Juan le contaron lo de la operación pero no había abierto sus propios ojos. Aún pensaba que era ciego.

Ricardo Navarrete Franco

domingo, 10 de mayo de 2009

La Guerra

Todos los niños gritaban llenos de alegría, habían ganado una gran batalla en la que muchos habían caído. El suelo estaba cubierto de críos que lloraban mientras miraban sus rodillas raspadas y los chichones de sus cabezas. “Habéis luchado bien” gritó uno de los chicos a la multitud que le rodeaba. Esos “perros” de la calle de al lado no volverán a pisar el barrio. No en un mes al menos. Todos se reían y abrazaban embargados por la emoción mientras el les sonreía. Era un gran líder, les había dirigido bien. Ayudó a muchos de sus guerreros a levantarse y correr mientras esquivaban el ataque enemigo. Todo parecía perdido hasta que un chico pequeño llegó con munición. Un gran cubo lleno de piedras que lanzaron sin piedad contra sus contrincantes. Les había ayudado a todos, por algo era el jefe, el más fuerte, el mayor. Todos sabían que lo era y que debían obedecerle. Todo era como un sueño, uno de esos cortos que se va desvaneciendo poco a poco y cuando te das cuanta apenas lo recuerdas. El suyo terminaba al oscurecer. Todos corrían a sus casas hechas de madera y trozos de edificios viejos. Su interior casi vacío podía verse a través de las cortinas raídas de algunas de las cabañas lo suficientemente ricas como para tener cortinas. El vio como todos sus compañeros se metían en sus casas y eran recibidos a collejas por sus madres al ver estas lo sucias que llevaban sus ropas “qué extraño, creo que vuelven igual o menos sucios de lo que salieron esta tarde”, pensaba él mientras iba de camino a la suya. A cada paso que daba, se convertía más y más en un crío común. Parecía encoger, los laureles habían caído de su cabeza hacía rato, y sabía que una vez llegase a casa, no sería más el líder, sino un niño más recibido a collejas por una madre enfadada.

María Suárez Alonso

sábado, 9 de mayo de 2009

Un martes cualquiera

Los romanos no usaban el mismo sistema que nosotros para expresar cantidades. Usaban letras que representaban un valor fijo, al que sumaban o restaban unidades hasta llegar al número exacto que querían expresar. ¡Silencio! Rebeca levantó la cabeza de su cuaderno de rayas al tiempo que las risas se apagaban. Seguro que estaban hablando de ella. La que se reía era Sonia, que era un poco mandona pero todos querían ser sus amigos. A Rebeca ya nadie le hablaba porque un día en el recreo la empujó y se metió con su vestido. El estúpido vestido de flores que llevaba puesto ahora mismo. Tenía que haberlo escondido mejor, o mejor, haberlo tirado a la basura.

¡Ring! Veinte pares de pequeños pies atropellándose en el camino al recreo. Rebeca se vuelve con solemne lentitud y hace como que busca el bocadillo de chorizo envuelto en papel albal, que ve perfectamente al fondo de su mochila. La señorita Lucía le dice que se dé prisa y lo atrapa corriendo. Rebeca come sola junto al tobogán. Allí está Sonia con su pandilla de lameculos, todos riéndose y chillando. Al otro lado del campo de fútbol sin porterías otro niño come solo también. Rebeca no sabe si acercarse o no porque es el rarito, que le tienen que poner un menú especial en el comedor y siempre está con los profesores. No quiere que la asocien con él. Pedro va tras Sonia y la agarra del chaleco, pero ella había dicho “cruci” antes porque tenía que ir a beber. No es verdad. Se enfada y le grita, y amenaza con ir a clase a por su elástico: Ana y Marta le siguen. Al final Pedro la vuelve a quedar , y ellas corren de nuevo, felices. ¡Ring! ¡Tonto el ulti! Rebeca ya está en la fila. “Primen”, dice tímidamente. Pedro la mira y continúa: “¡segun!”. Pero Sonia dice que ha hecho trampa porque ha llegado antes de que suene la campana. El juego acaba.

Las palabras agudas son aquellas que tienen el acento en la última sílaba. Ana no recuerda cómo se acentúan y Rebeca duda si levantar la mano o no. Al final no la levanta. Recuerda que ella se rió cuando Pedro le levantó la falda a Sonia y se le vieron las bragas. Y también se rió de Juan cuando Ana le dijo que le gustaba y era mentira, y él se lo creyó y la esperó en la puerta del cine toda la tarde. Juan el rarito, sólo él podía creerse algo así. Todo era culpa de su vecino Jose Luis, que le había dicho que le plantara cara de una vez. ¿Qué iba a saber un viejo ciego?, si hasta ayer no sabía cuál era el color rosa. De todas formas le hizo caso. El chiste de Sonia era bueno, pero ella decidió añadir un “la has caga’o”, para ridiculizarla. Todos le aplaudieron por ello. Ayer al salir de clase le tiró un piedra, ¿qué haría hoy?

¡Ring! A Rebeca le tiemblan las piernas. Percibe en su compañera la mirada maliciosa de quien va a poner en marcha un plan malévolo, como cuando entre las dos metieron una rana en una caja y se la regalaron a Marta con una falsa nota de amor. Se empieza a formar el corrillo bullicioso a su alrededor sin que pueda escapar, ávidas las bocas por pronunciar el grito de guerra. ¡Pelea, pelea! La matona hace su entrada triunfal entre gritos, pero no le da tiempo de recibir a la plebe con su mirada altiva, porque cae al suelo derribada. Una piedra del tamaño de un puño sobre su nuca ha acabado con su gloria. Estupor en los rostros de sus amigos, sangre en el suelo, y la sombra lejana de un rarito que se ha hartado del reino del terror en el que vivía. Ya nadie se fija en las horrendas flores del vestido de Rebeca.

Mª Dólores García Torres

viernes, 8 de mayo de 2009

1989

“¿Qué es eso?” dijo una niña.

“Shhh…calla. La tele” dijo otro niño rubio.

“Parece una caja oxidada” contestó a la niña un niño pecoso.

“Pues ábrela”. El niño pecoso la intentó abrir mientras el rubio seguía pidiendo silencio. Éste estaba alterado porque estaban rompiendo la rutina de tele de cada tarde (de lunes a domingo, de cinco a nueve) que los tres compartían. No entendía cómo la niña y el pecoso lo interrumpían por una estúpida caja rota que encontraron a la hora del recreo.

“¡Ya!” gritó alegre el pecoso que había conseguido abrir la caja. “¿Qué es todo eso?” preguntó la niña. Dentro de la caja había unos objetos cubiertos de polvo: una pelota de cuero, que antes fue blanca, cosida con hilos rojos; un pequeño muñeco de plástico con la cabeza vacía y sonriente; una mano verde y gelatinosa; una bolsa son unas esferas de cristal ; unos cubitos de varios tamaños y colores que parecían encajar unos con otros algunos papeles de caramelos rosa y alargados; un cómic de un niño mono y un papel con una letra horrorosa que ponía: “Bienvenidos al 26 de octubre de 1.989”. El pecoso y la niña se entusiasmaron con los objetos. “¡Mira!” le decían al rubio “¡to’ esto es mu’ guay!”. El rubio lanzó un bufido y siguió viendo la tele, aunque miraba a los otros de reojo. “¡Vamos fuera a jugar con al pelota!” gritó la niña. Los dos se fueron al jardín, pero antes dejaron el comic al lado del rubio, quién lo cogió enseguida y, dejando sola a la ruidosa televisión, se fue detrás de los otros dos. En aquella calle de niños recluidos en sus casas con sus teles, ahora parecía volver a ser 1.989: los niños jugaron a tirarse la pelota: arriba, abajo, se perdía, se encontraba, se colgaba en un árbol…,el muñeco sin pelo pronto encontró un compañero gigante en el niño pecoso mientras la niña derribaba montañas de esferas cristalinas tirando otra, y el pequeño rubio se entretenían en las aventuras del niño mono. La risa, el sudor, la imaginación, la infancia volvieron a cobrar sentido esa tarde en el 132 de Lexington Avenue. 2009.


Cristina Sampedro Alonso