lunes, 27 de julio de 2009

Vida en el pueblo fantasma

Rangel es un pueblo pequeño de la provincia de Salta al borde de la extinción. De hecho, ya no vivía nadie allí cuando el padre de Consuelo compró un terrenito y adecentó una choza allí para criar ganado. Alzó una enorme torre con un bidón para el agua de gran capacidad, cuya verticalidad desafiaba descaradamente la humilde planta de una capilla blanca. Ésa había sido hasta entonces la única construcción fuerte de aquel paraje. Se veía desde la carretera de arena que atravesaba el poblado, y que se encontraba en bastante buen estado para el uso que se hacía de ella. Con ella sólo se mudaron allí un hombre más, amigo de su padre -medio loco y maleante nato- que ayudaría con el cuidado de las vacas; y una mujer extranjera cuya función era asistir a Consuelo en todo lo que necesitase, y asegurarse de que ésta no tenía contacto con nadie del exterior. El padre de Consuelo temía especialmente que el padre de la criatura que ella llevaba en su vientre viniera a reclamarle nada. Consuelo no protestaba, aunque echaba de menos la gran Salta en la que había nacido. Al menos le habían permitido traerse a Chocolate, su perro de aguas juguetón.
No había mucho que hacer en aquella llanura calurosa plagada de casas de barro. Consuelo miraba con pena el lejano horizonte en el que se acababa el tendido eléctrico, y que simbolizaba el fin de la civilización para ella. Un cerro en forma de cono delimitaba claramente su libertad. Por las tardes, cuando el calor daba una tregua, la chica solía sentarse en un enorme árbol junto a una placa maltrecha que coronaba la única plaza del pueblo: Plazoleta Padre Leopoldo Lench. Así pasaban las tardes. Las noches leyendo en la puerta a la claridad de una bombilla pelada no eran mucho más emocionantes que eso.
Una noche que su carabina se acostó temprano por el ataque de la jaqueca, Consuelo leyó hasta que sus ojos se le cansaron, y acabó dormitando sobre la silla. La despertó Chocolate, que ladraba a la oscuridad con miedo. El perro se calló de pronto, y se acurrucó bajo sus piernas. La chica sintió que el cielo se aclaraba levemente, como si el sol hubiera dado un diminuto paso al frente. La claridad tenía la misma intensidad en todo el horizonte, y al instante todo volvió al tono oscuro habitual. Oyó unos pasos y no quiso moverse, paralizada por el miedo. Pero era Juan, el amigo de su padre, que venía con las pupilas dilatadas y hablando estupideces propias del borracho que era. Le repitió varias veces que le picaba la mano, que hacía calor, ahora frío, y le picaba. Tras un desgarrado grito de “apaga la luz” se calmó de pronto, y se perdió de nuevo en la penumbra, dirección a su cabaña. Consuelo se fue a la cama en seguida.
Al día siguiente encontraron una vaca muerta. Le faltaban partes de su cuerpo. Un veterinario vino de Salta sólo para examinarla, aunque a Consuelo no le parecía que una res devorada por los coyotes fuera para tanto. Se acercó a él antes de que se marchara y le ofreció un café. Echaba de menos la gente, las conversaciones y, no sabía cómo explicarlo, pero aquel hombre olía a ciudad. Se mostró taciturno, y al final confesó a Consuelo que no pensaba que hubiera una bestia detrás de aquella muerte. Al animal le faltaban los órganos reproductores, un ojo, el recto y varios dientes. Las extracciones eran limpias, obra del mejor cirujano, y sin resto alguno de putrefacción a pesar del calor. “Los buitres no se han acercado al cadáver –apuntilló, aún preocupado- y la postura del cadáver era extraña. Decúbito ventral con la cabeza hacia el norte… parece que signifique algo. Creería que es obra de una secta… si no fuera porque no hay una sola mancha de sangre o marca en el animal de antes o después de su fallecimiento. Han tenido que hacerlo con muchísimo cuidado”. El corazón de Consuelo dio un vuelco de pronto: “Gente”, pensó.
A la semana siguiente, ya olvidado aquel incidente, Consuelo se fue a dar un paseo con Chocolate para estirar un poco las piernas. El bebé empezaba a pesarle y tenía los tobillos hinchados del sobrepeso. El perro, que corría en círculos a su alrededor, se frenó de golpe y se sentó a su lado. Lo llamó varias veces, pero no le hizo el más mínimo caso. Tenía la mirada fija en un arbusto, y tras varios minutos se dio la vuelta sin más y se marchó. Consuelo estuvo a punto de imitarle, pero la curiosidad le obligó a escudriñar lo que había detrás. Encontró un carnerito tumbado boca abajo y casi seco, las piernas estiradas de forma antinatural hacia ella. De la cuenca izquierda vacía le salía un extraño hilo de una mucosidad verde que no desprendía ningún tipo de olor. Tampoco el cadáver olía a nada. Ninguna mosca lo sobrevolaba. En su cara la expresión paralizada de una muerte repentina, media quijada arrancada de un seco corte quirúrgico. Miró a ambos lados: ni marcas de neumáticos, ni hierba aplastada salvo por la que yacía bajo el cuerpo y sus propios pies.
Al día siguiente el padre y su amigo se marcharon a toda prisa a intentar contactar con el veterinario, al que no conseguían localizar. Le dieron unas cuantas instrucciones para mantener el ganado vivo en caso de que tardaran más de lo previsto en volver. Consuelo sospechaba que no era el veterinario a quien iban a buscar, pero memorizó las órdenes y se las explicó como pudo a la asistenta, que apenas hablaba castellano. Durante los tres días que su padre se ausentó no sucedió nada extraño, salvo algunos cortes de luz intermitentes a altas horas de la madrugada, que achacaron a la vieja instalación eléctrica. El último día que estuvieron solas las vacas se sentían más de lo normal también, se quejaban con largos bufidos a pesar de recibir la comida suficiente y de tener un sistema de abastecimiento de agua automático. El calor y la falta de movilidad las irritaba. Cuando su padre volvió, les contó las habladurías del pueblo sobre Rangel: todos creían que había una secta escondida en la llanura, y que sacrificaban a los animales como parte de un rito satánico. El veterinario confirmó que era posible que eso fuera cierto, aunque un extraño caso similar había sucedido en una finca a más de doscientos kilómetros del pueblo. Nadie se atrevió a dar una segunda explicación.
Mientras su padre le contaba esto, el viejo borracho gritaba enfurecido de vuelta de los corrales. Le dedicó varias expresiones malsonantes, y el padre de Consuelo tuvo que intervenir. “¡Esta cría y la forastera han jodido la marrana! No se enteran de nada y por su culpa hemos perdido un montón de ganado. ¿A quién se le ocurre no revisar los bebederos? El motor se ha roto o las tuberías están embotadas y no ha salido una sola gota de agua en tres días. ¡Estas pendejas nos estaban matando el ganado de sed!”. Sin embargo, el motor y las tuberías estaban perfectamente. Quince metros de escalera más tarde el padre de Consuelo miraba con estupor a un depósito completamente vacío. Sin fugas de agua ni ninguna marca de humedad que diera pista alguna sobre a dónde habían ido a parar los diez mil litros que contenía.
El rumor se extendió como la pólvora a pesar de lo recóndito del lugar, y pronto los curiosos empezaron a merodear por la finca de noche. Todos esperaban encontrarse con un animal muerto, una luz celestial o una cabeza de globo saludando en son de paz. El padre de Consuelo tuvo que cercar sus terrenos y añadir alambre de espino a las vallas para evitar intromisiones. Mientras tanto, ningún animal más amaneció seco o diseccionado.
Parecía que todo había vuelto a la normalidad, y ya cada vez menos curiosos pasaban la noche al otro lado de la alambrada con la vista puesta en el cielo. Consuelo volvió a leer al fresco por las noches. Hasta que un día, la bombilla parpadeó sobre su cabeza, y amaneció levemente. Chocolate levantó la cabeza inexpresivo, y la volvió a agachar antes de entrar en la casa, en silencio. Esta vez no sólo percibió un ligero cambio en el ambiente, sino que ante sus ojos se topó con una masa de luz azulada que le impedía ver claramente el mecanismo que se hallaba detrás del foco. A la gente de detrás del vallado también le llegó el haz de luz, pero sólo la chica contempló la rampa metálica que descendía bajo la esfera luminosa. Se sintió muy cansada de pronto y se durmió. La gente, que había esperado meses algo semejante, asaltó la finca y corrió desesperada. Algunos no fueron tan valientes a la hora de la verdad, y permanecieron en sus coches petrificados.
Cuando la muchedumbre llegó a la puerta de la casa, la luz hacía rato que había desaparecido. Adentrándose unos doscientos metros en la espesa negrura encontraron a Consuelo, embarazada como antes y sin signos de haber sufrido ningún daño. Los periódicos hablaron de histeria colectiva. Decenas de psicólogos se afanaron en escribir artículos y conceder entrevistas para aclarar este fenómeno sociológico desde una perspectiva racional, aunque ninguno negaba el factor misteriosos de los sucesos anteriores a la “abducción”. A Consuelo la examinaron más de treinta médicos, un mes de pruebas demostraron que, si había existido tal abducción, los visitantes se habían asustado ante la avalancha de gente y habían decidido abortar el experimento. Dios sabría qué pretendían hacer con la joven.
Un mes y medio después Consuelo dio a luz. Una diminuta cicatriz en la nuca de su hijo avisaba de una micro-intervención realizada al bebé. Sólo hacía dos horas que había salido de su útero cuando lo descubrió. Sin embargo, aquella marca se mimetizaba con la piel a la perfección, como si se hubiera hecho antes de su nacimiento.

Diez años más tarde, la fase 2 del experimento comenzó. Todos los periódicos hablaron de la noticia en sus primeras páginas, aunque con el tiempo las autoridades lo disfrazaron de bulo y el rumor acabó muriendo. Un niño fue hallado totalmente desatendido en un apartamento en la planta alta de un gran edificio en Salta. La madre llevaba varios días muerta, la sangre seca en sus lagrimales y nariz indicaban algún tipo de daño cerebral inexplicable. El pequeño lloraba a lágrima viva, y al compás de su llanto estallaban copas, platos y demás objetos. Un miembro del equipo de bomberos casi muere del mismo modo que la madre, de no ser por la intervención de una vecina que conocía al niño y logró calmarlo. Carlitos, ése era su nombre, fue llevado a un centro de acogida, en el que aún se registran sucesos extraordinarios de vez en cuando.
Mª Dolores García Torres

sábado, 18 de julio de 2009

Entrevista con el Penumbra

Me citó en el parque junto al estanque de los patos y lo reconocí al momento. Llevaba el pelo teñido y la cara sureña del frutero de supersol. Intenté no mirarle la mancha roja de la frente la ni la capa, la capa de seda verde manzana recogida en el respaldo del banco. Con los nervios me equivoqué de nombre. “¿Carlos Jesús?” medio le pregunté, quedándome a un metro de él. “No,” me contestó sin ofenderse nada. “Ese es de Dos Hermanas. Jesús, de Río Tinto. Encantado. Veo que ha recibido mi video.”

A los cinco minutos estaba hablando y gesticulando ya sin parar. Yo asentía con la cabeza y miraba a todo el que pasaba. Decía que tenía que verme porque sabía lo del Picalagartos. Que mucho cuidado con esa que siempre llegaba tarde, porque era lémur. Que el meteorito que impactó contra el golfo de México no acabó con los dinosaurios. Que Iker Jiménez nos engañaba por dinero comercial, que le había robado incluso. Que en verdad no descendemos de monos lemures, que esos son los otros, que vinieron luego en blancas naves paloma (13 millones). Que “mosotros” veníamos de los originarios habitantes de la tierra. Que durante milenios de años. Que los que juegan al backgammon eran guardianes. Que del techo cuelga el lagarto, como señal.

Como no le estaba prestando suficiente atención, las palabras y los gestos no parecían sincronizados. De reojo veía que dibujaba en el aire una especie de hongo nuclear y abanicaba los dedos al subir las manos: el meteorito. La mirada congelada y expectante: que durante milenios. El codo elevado sobre la cabeza, el índice y el pulgar hacia abajo: el lagarto de madera suspendido al lado de la escalera del Picalagartos. Un empujón al pecho, flojito: guerra. Otro empujón, más fuerte (doliendo un poco): lemures contra lagartos.

En el banco de enfrente un señor mayor con gafas de pera, el mentón ligeramente alzado, miraba a una pata con el cuello pelado que huía despavorida. Sentado junto a él, un jovencito entusiasmado con su PSP se sacudía la mano lasciva que le colgaba del hombro al tiempo que gritaba: “tengo poderes, tengo poderes.” Dos parejas pedaleaban hacia el sur en un ciclotour de cuatro. Las chicas atrás, una, un poco inclinada en su asiento, se asomaba descaradamente adelante; la otra, con bozo familiar, advertía al conductor: “David, que está prohibido circular por las zonas no asfaltadas.” ¡Hostis, a esa sí que la conocía! ¡Era la monja del 15! Déjà vu. El cielo parpadeó y volvió a pasar el ciclotour. Como en Matrix.

Cuando volviera iba a enterarse Rafael. “Niño, niño,” me había dicho entrando con su prisa cotidiana. “Han dejado este papel para ti. Se han equivocado de despacho.” Era una tarjeta de esas gratis de los bares que ponía: A Navarrete, profesor de 4º C. Pinche aquí: <http://www.youtube.com/watch?v=HooViMyrpl4>.

Ricardo Navarrete Franco