domingo, 11 de abril de 2010

La vieja Manuela


Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas. Ni una mente tan grande encerrada en un tarro tan pequeño. Tan trasparente y frágil que la más pequeña conmoción puede romperla en mil pedazos. O eso parece.

Lo cierto es que Manuela ya había superado los setenta y siete años en esa cáscara de cristal que era su cuerpo cuando la conocí. Sus ojos flotaban a través de la neblina de sus cataratas a una dimensión infinita y certera. Hablaba, y cada palabra había sido medida y sopesada para adaptarse al máximo al diálogo al que pertenecía, como si no respetar la medida produjera un cambio de presión en la atmósfera que fuera hacerla estallar. Así hablaba.

Por eso nunca malgastaba una sola sílaba y la gente le gustaba describirla como una mujer silenciosa.

Nada más verla me arrepentí de haberme apuntado a ese estúpido programa solidario. “No te gusto”, fueron sus primeras palabras tras un largo silencio. “Tal vez hablar te ayude”. Entonces comencé a hablar. Empecé enumerando las razones por las que no me gustaba, y después le hablé de mi vida y mis problemas. “Crees que no vas a morir nunca, pero vives como si hoy fuera tu último día en la Tierra. Encuentra un equilibrio o te estrellarás contra la realidad”. Yo tenía dieciséis años, y aquello me sentó fatal. Me levanté y salí de allí de un portazo, tragándome el miedo interior de que la vieja se deshiciera en agua tras el estruendo.


Ahora tengo treinta y seis años, y hace tiempo que me estrellé. Como todas las grandes heridas, duele más en frío. Duele pensarlo más que tocarlo. Obsesionado con el discurso de hace veinte años, he decidido buscarla.

La encuentro ahora encerrada en un psiquiátrico. Su habitación convertida en una sala de urgencias, por si el fino hilo del que penden sus manos se rompe. Sus manos, que ahora son copos de nieve. Me mira sin verme. Sus ojos son del color de una llovizna a media tarde en invierno. “Bienvenido al mundo. Si duele significa que estás vivo”, me dice como si hubiera estado al tanto de mi vida. Mira a todos lados con sus retinas ciegas, escudriñando y oyendo los silencios significativos. Sus voces interiores. “La reencarnación existe, sólo que no es transexistencial”. Nunca he conocido a nadie tan cuerdo. La enfermera quiere que coma, pero ella sólo existe. Todo lo demás es superfluo. Le cuento mi historia de nuevo y la enfermera me dice que no insista.

Ya me voy. Ella me dice mientras me levanto. “Piensa que ahora eres un recién nacido. Ves las cosas con ojos nuevos, y no todos tienen la oportunidad de tener dos vidas”. La enfermera chista disgustada y le mete una cucharada en la boca.
Cierro la puerta con ciudado para evitar que se deshaga en gotas de agua. “Habla con ella”, me susurra tras la puerta sin que pueda oírla, pero yo la escucho.Esa misma tarde sonó el teléfono por decimo tercera vez, y yo contesté. No es una locura perdonar. Como no lo es estar vivo.

Ella vive mientras los demás dormitamos. Vela de los sueños que no tenemos por si algún día queremos vivirlos. Por si nos atrevemos a salir a jugar. En los huesos de sus manos nacen las runas que marcan la fortuna, y que todos ignoramos o disfrazamos de casualidad. Nadie nace sin más. Y aunque ella morirá mañana, su verdad es eterna.

Mª Dolores García Torres

Foto: Dimitar Variysky

2 comentarios:

Glow dijo...

Una bonita y triste historia.
De las personas mayores es siempre de las que más se aprende, si se quiere.

Puli dijo...

Sí, me da mucha pena lo poco valorados que están, cuando son los que más saben de la vida.

http://www.youtube.com/watch?v=3JCK0wK40zs