Juan Manuel Regalado Hens
martes, 31 de marzo de 2009
José Luis
José Luis era un hombre de unos 70 años, se podía decir que había tenido una vida plena, llena de alegrías y satisfacciones. Había conseguido casi todo lo que se propuso. Excepto por un detalle; era ciego de nacimiento y a lo largo de su vida fue creando en su mente una concepción utópica del mundo. Pensaba en lo extremadamente bello que era todo: las flores, el campo, las grandes ciudades, la gente... Pero pese a su avanzada edad aún le tocaría aprender la lección más importante que jamás nadie le enseñó sobre la vida, y es que debido a los avances médicos José Luis consiguió, tras una operación de 14 horas, ver y poder apreciar con detalle todo lo que le rodeaba y darse cuenta que no todo era tan bello y tan ideal como él pensaba. Aunque la decepción más grande se la llevó con las personas, ya que al ser ciego todo el mundo le había tratado de forma muy amable, pero al recuperar la vista la gente empezó a mostrarse ante él como realmente era. Y es que en la ignorancia se vive más feliz.
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ceguera
1 comentarios:
En verdad José Luis no era ciego de nacimiento. Tenía un 80% de minusvalía que no se había revisado en años y fue fácilmente operable cuando se pusieron a ello. Como he oído rumores por ahí no del todo precisos, quiero poner en claro unas cuantas cosas.
Allá por el año 79, cuando lo conocí, tenía un kiosko de chucherías en Pino Montano. Yo pasaba mucho tiempo con mis amigos alrededor de él y, de vez en cuando, nos regalaba algo, sobre todo a su favorito, Andrés, con el que jugaba a que no veía muy bien, a que se le caían las chucherías, a que se agachaba a buscarlas. Esas cosas. Y luego todo el día animándonos a que nos metiéramos con las niñas, que les levantáramos las faldas y le dijéramos el color de las bragas.
Yo no me di cuenta de nada hasta que mi padre me lo dijo:
-Mira que José Luis tiene un retraso madurativo. El pobre se cree que es un adolescente y siempre anda con niños de tu edad. No se muy bien lo que pasó, pero lo cierto es que hace mucho fue a pedir un certificado para una plaza en la ONCE y se lo denegaron. Algo había hecho que le aplicaron la ley de vagos y maleantes.
Cuando volví por el barrio en el 89 José Luis había cogido un pequeño local a la salida de Continente (hoy Carrefour) y el kiosko se había sofisticado. Ahora las chucherías estaban en botes transparentes, los clientes usaban pinzas de plástico para meterlas en bolsas y algún muchacho de otra pandilla nueva las pesaba y cobraba. Así me encontré con el hijo de mi amigo, Juan el Grande, su nuevo favorito, que tocaba la batería con los botes vacíos como loco y se comía los bollycaos gratis, los fresones de cincuenta céntimos, los tiburones de coca-cola, las tiras de regaliz. De todo lo que había.
Años más tarde en una reunión le comenté a Andrés lo de José Luis. Andrés había terminado la especialidad de oftalmología y, sea por cariño, remordimiento o pena, lo hizo. Fue a verlo, preparó los papeles, y lo operó en cuestión de días. Cuando José Luis abrió los ojos y vio a todo el mundo envejecido, sólo dijo (me lo aseguró Andrés):
-La amistad, vaya mierda!
A Juan le contaron lo de la operación pero no había abierto sus propios ojos. Aún pensaba que era ciego.
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