La señora de delante sacó los billetes de la cartera apretada y los empujó por debajo de la rejilla.
–A ver si ha habido suerte, hija.
Dentro del kiosco verde apenas cabían el vendedor y su mujer, de pie; y el perrillo, sentado en el banco. Será que en espacios reducidos se manejan mejor.
–Dos reintegros, ¿qué le doy?
Los números no premiados volvieron a aparecer por debajo de la rejilla. La mujer los cortó en partes geométricas y los encajó con el dedo en la papelera diminuta, de donde el último volvió suavemente para asomar su esquina rizada.
–Dame dos treinta y siete, a ver.
Se parecía un poco a la madre. ¿Qué le habrían dicho de la ruptura? Después de 93 días no había vuelto a cruzarse con ella, pero la veía por todos lados, como cuando lo de Carrie y Aidan. Alguien pasó por el carril bici pedaleando con cadencia parecida. A José Alberto le sudó la mano dentro del bolsillo donde tenía ya sujeto el euro cincuenta. Fue un segundo o menos. Y un vestido de Desigual relampagueó dentro del 25, Prado de San Sebastián-Rochelambert, que iba pegado a la acera. Pero tampoco.
Tenía pensado pedir el tres que sostenía la pinza azul, pero ahora el veinticinco le hizo dudar. Como buen jugador, cambió en el último instante por si alcanzaba así al futuro.
–Deme un treinta y siete a mí también.
Su edad, pero bueno. No le iba a tocar. No podía ver el porvenir, enterrado como estaba entre miles de coincidencias. Sólo le vino a la cabeza el verso de Goytisolo: “Como ciego miré, por todas partes, buscando un pecho, una palabra, algo, donde esconder el llanto.” Y mientras cruzaba el semáforo se volvió para asegurarse de que no era ella, no podía ser, la del cinturón ancho.
Ricardo Navarrete Franco
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