Salimos a un estrecho pasillo plagado de puertas metálicas y mohosas como la que se había abierto ante mí. No quise detenerme a pensar qué habría tras ellas, pues hacía un rato que había asumido que no obtendría respuestas. El sitio no tenía ventanas y la única salida posible era otra puerta el fondo del pasillo claramente diferente, más gruesa. Para llegar hasta allí y correr tendría que derribar a mi carcelero, opción que rechacé sin pensar mucho.
Para mi sorpresa el grandullón me llevaba a esa misma puerta. La abrió sin esfuerzo a pesar del rugido que emitió. Tras ella una diminuta habitación poco iluminada donde una atractiva mujer de mediana edad me esperaba sentada. Sus largas piernas cruzadas apenas visibles con la enorme mesa de despacho que coronaba la habitación. Acababa de encenderse un cigarrillo, del que aspiró profundamente mientras sus pupilas negras se clavaban en mí. Forma almendrada y demasiado rímel. Reconocí su mirada. De pronto la recordé sentada en la barra del bar donde solía ir a emborracharme los sábados que me sentía triste. El hombre me sentó de un empujón al otro lado de la mesa. Quise decirle algo, pero me interrumpió con un humeante plato de comida sin identificar bajo mis narices. Me hizo un gesto y cogí la cuchara lleno de miedo. No pensaba comer. La mujer seguía fumando sin decir nada. Dudé. El hombre me miraba. Empecé a comer y ella habló.
“¿Quién era tu padre?”. Silencio. Yo recito el apellido familiar y ella resopla. Soy adoptado. Lo sé desde los 18, pero nunca me he puesto a investigar sobre mis orígenes. “¿Quién era tu padre?”, repite. Yo repito. Ahora resopla el hombre. Ella se levanta sin previo aviso y tira mi comida al suelo. “Eso ya lo has dicho”. Me limito a repetir el nombre de mi padre, el que conozco. Como una oración. De pronto entre una niña somnolienta. Está muy blanca y apenas tiene pelo. Da un poco de miedo. Se queja del ruido y hombre me da una bofetada. Me arrastra fuera de la habitación hasta otra donde se encuentra de nuevo el viejo de la silla.
Me sienta en una silla y me clava una aguja en el brazo antes de que pueda siquiera asimilar lo que acabo de vivir. Luego otra en el otro brazo. Conecta mi cuerpo a una vieja máquina de hospital a través de mis venas. La enchufa. Hace mucho ruido. Pronto mi sangre empieza a salir de mi brazo, pero noto como vuelve a entrar por el otro. La máquina parece que se va a parar en cualquier momento. Recuerdo la cara de la niña: sus ojeras, sus dientes amarillentos, su nariz pequeña…Me empieza a arder todo el cuerpo. Grito, pero el viejo pare estar sordo. Quizá lo está. El dolor es insoportable y la habitación se llena de una neblina espesa. Me desvanezco.
Despierto de nuevo en la habitación de antes. No estoy seguro de si ha sido real. Me miro el brazo. De nuevo el ruido metálico y el ritual del ungüento de menta y el calor posterior. Quizá algo más sofocante. Le hablé mientras trabajaba en silencio en un intento de mantener la cordura. “No sé qué os pasa conmigo, pero te juro que soy inocente. Soy adoptado, pero eso no me afectó demasiado nunca. También soy zurdo, ya ve, y no me siento distinto a los demás. Tampoco me ha influido perder a mi madre con diez años. Bueno, a mi madre adopti…” Estaba solo en la habitación, sudando.
Intenté concentrarme en las distintas formas del techo para no perder la cabeza. Quería evitar a toda costa el ataque de ansiedad que presentía hacía un rato. De pronto un suave golpe en la pared. Creía que se lo había inventado mi imaginación, pero sonó de nuevo. Esperé. Otra vez. Una cadena repetitiva de golpes que identifiqué poco a poco: golpe seco, golpe seco, golpe seco, fuerte, fuerte, fuerte, seco, seco, seco. Seco, seco, seco, fuerte, fuerte, fuerte, seco, seco, seco. Alguien me estaba pidiendo ayuda.
Mª Dolores García Torres
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