Cuando la misteriosa persona paró de dar golpes, me di cuenta de que no tenía manera de comunicarme ya que mis conocimientos en código Morse eran demasiado básicos. Por lo que opté por buscar algún pequeño agujero en la pared, una abertura por la que poder hablar con alguien que, tal vez, conocería las respuestas a todo lo que me estaba sucediendo.
Nada, ni lo más mínimo. Grité, le dije que no entendía su código y que no encontraba otra manera de comunicarnos. Callé;” ¡que estúpido eres!”, pensé,” ¡podrían escucharte!”
Puede que pasasen unos cinco minutos hasta que volví a oír unos golpes, pero ahora eran distintos, aunque seguían pidiendo ayuda. Si mis oídos no me engañaron, uno o quizás dos hombres entraron en la habitación contigua; ellos eran los causantes de los golpes, golpes que tenían una única dirección: el cuerpo de esa pobre persona. Golpes y gritos; gritos y golpes. Y así durante una eternidad hasta que al fin dejé de sufrir. Ahora solo se oía el silencio, un triste e inquietante silencio.
Mis oídos detectaron un nuevo ruido. Mi puerta se había abierto, pero esta vez nadie estaba al otro lado.
Gloria Romero García
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