Cerré los ojos esperando los pasos de quien supuse daría una explicación a mi situación, pero en lugar de pasos, un sonido metálico inundo la habitación. Un anciano en una silla de ruedas medio oxidada por los años y el uso avanzaba hacia mi. Llevaba una bata blanca y unos viejos y raídos pantalones a cuadros.
Me lanzó una mirada inquisitiva a través de los gruesos cristales de unas gafas rotas y pude ver que carecía de dientes cuando abrió la boca pensé yo que para hablar, pero no dijo nada. Solamente avanzó con su silla hacia mi y examinó uno de mis brazos.
–¿Quién es usted?, ¿Qué hago aquí? Pregunté una y mil veces sin recibir más respuesta que silencio y más exámenes. Observó mis brazos y piernas, extendió una extraña mezcla con olor a menta sobre mis agujereados miembros y me ayudó a tenderme sobre la cama de nuevo. Una vez el ungüento hizo efecto, noté una extraña sensación de calor en todo mi cuerpo y comencé a relajarme. -La próxima vez que el anciano entre, no le dejaré marcharse sin respuestas...-pensé.
Pero el anciano no regresó. Pasaban las horas y mi estómago empezaba a quejarse. Me tendí en la cama intentando recordar como había llegado allí y lo más importante, con que objetivo. Pasaron algunos minutos que para mi parecieron semanas antes de que la puerta volviera a abrirse. Esta vez si que puede oír las fuertes pisadas de un extraño, más tarde vi su gigantesca sombra en el muro y después sus manos que sostenían la puerta para que esta no se cerrase. Llevaba las mangas remangadas hasta los codos. Ningún anillo adornaba sus gruesos dedos que terminaban en pequeñas uñas mordisqueadas quizás durante algún ataque de nervios. Por fin entró en la habitación arrastrando los pies. Era un hombre bastante corpulento. Tenia una barba de dos o tres días que contrastaba con su pelo, muy cuidadosamente peinado hacía atrás. -Sigueme- me dijo. Me levanté y no se porqué, lo seguí sin hacer preguntas.
María Suárez Alonso
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