“Nunca conocerás nada como esto. ¿Es que no ves todo lo que hay a tu alrededor?” Yo no decía nada, se me escapaban algunas lágrimas “Anda ven niño” me cogió de la mano y me llevó hasta una tienda de telas moradas y amarilla.
“¿Qué quieres, Lucía?” dijo una mujer de piel morena y que vestía con túnica y turbante.
“Quiero que el niño vea tan bien como veo yo.”
Al principio no entendía nada de lo que decían ni mi abuela ni la otra mujer que me cogió de la mano y me sentó a su lado. Encendió algunas varillas de incienso que hicieron que me empezara a marear un poco, a tener sueño. Me quedaba dormido...
No se exactamente cuando dejé de ver, abrí los ojos y sólo había formas y colores, movimiento. Todo era confuso, intentaba distinguir algo entre aquella visión.
“¿Chimó? Despierta, niño, anda” Era la voz de mi abuela, su voz era azul y clara, ondulada y suave. Y entonces la vi, joven y bellísima, el largo pelo rubio y los ojos más azules del mundo.
“Ven cariño”, me decía mi joven abuela, “voy a enseñarte tu mundo”. Pero yo no veía nada, ni la tienda en la que me quedé dormido ni la mujer que me dejó ciego. Solo a mi abuela. Pero sentía el color del sol, comenzaba a ver el polvo de la luz. Olía las flores silvestres que crecían alrededor, las margaritas, las amapolas, la hierba mojada; todo empezaba a crecer a mi lado, todo más blanco, rojo y verde que antes. Miré a mi abuela que me cogía de la mano y me guiaba, cada vez que la oía o apretaba mi mano me parecía más guapa. “Ven, niño y escucha”. Me quedé quieto, expectante. Un gran rugido me asusto, un sonido profundo, estremecedor, miré de donde procedía y aunque bien sabía que era un león, lo único que vi fue un enorme dragón, verde y lleno de escamas encerrado en una jaula. Agarré a mi abuela y le pregunté si veía lo mismo que yo, asintió sonriéndome. Me tranquilizaba aquel rostro lleno de paz. “venga, vamos a enseñarte más cosas”. Seguimos andando, me paró y me susurró, “adelanta la mano, sin miedo tocalo pero ten cuidado con su cuerno blanco”. ¿Cuerno?¿qué cuerno?. Adelante la mano y noté el húmedo y suave pelaje del hocico de una cebra, pero no era una cebra ya, a mis ojos era un brillante unicornio blanco. “Abuela, ¡mira, mira! ¿lo ves?” “Sí niño, lo veo. Venga que tienes mucho que ver”. Aunque me dio mucha pena separarme del unicornio, me fui porque aun sentía mucha curiosidad por lo que vendría ahora. Mientras caminaba hacia mi próximo destino, escuchaba las voces de los animales que se convertían en enormes lobos, en brillantes fénix y las personas también habían cambiado: la enorme señora barbuda ahora cantaba y me parecía un ángel, notaba las vibraciones en el suelo de los equilibristas y me parecían suaves como gacelas, las risas de los payasos ahora eran como bromas de bufones de reinos muy lejanos. “Entra, niño, hay dos escalones, ten cuidado”, me tropecé pero al final entré. En seguida olí el perfume de las bailarinas, incluso pude oler el maquillaje que usaban. “Por aquí” me decía la abuela, notaba el calor de las bombillas. La abuela me paró, sentí que se iba de mi lado y eso me dio mucho miedo. No quería quedarme solo, pero entonces la escuché, estaba poniendo el viejo tocadiscos y una música muy familiar vino a mis oídos. La abuela me cogió la mano y me puso un trozo de tela en ella, toqué el suave terciopelo del vestido de la mujer más alta del mundo. Me dio otro trozo, el áspero tacto de un tutú y su sonido (“fru, fru”) me enseñó a las delgadas y misteriosas bailarinas cuya piel brillaba con los focos. Ahora noté la suave y resbaladiza tela de seda y vi a los funambulistas volando por los aires, sin cuerdas. Nada tenía que ver con el circo real, todo era ahora mucho mejor. “Y ahora ven, mi niño, que voy a enseñarte lo mejor de todo”. Me llevó hasta una silla y me sentó, esta vez fue ella quien me cogió la mano y la llevó hasta una superficie fría y polvorienta, el espejo del tocador. Volvió a coger mis manos y me hizo tocar mi pelo, rizado y desordenado. “Nota el negro de tu pelo, hijo” me dijo. La cara, suave de niño aun, la nariz grande y la boca gruesa. “¿Notas la infancia en tu cara, la elegancia de tu nariz y la dulzura de tu boca?” yo sonreía. Me dirigió la mano al pecho y sentí mi corazón. “¿Notas el potro trotar, al colibrí volando, niño?” le asentí y sonreía, se que una lágrima se le escapó porque a mi también, y se que somos iguales.
Ya empezaba a ver a mi abuela de nuevo vieja. “Abuela, quiero quedarme así. Me gusta vivir igual que tu, en este mundo”. Entonces me dio una colleja. “No seas loco niño, ojala yo pudiera ver de verdad otra vez. Aunque todo te parezca maravilloso no es mas que una mentira, pues no puedes ver el azul del cielo o el brillo del rocío. Aunque yo sea hermosa y joven, aunque los funambulistas vuelen de verdad y la cebra sea un unicornio, el dragón sigue siendo más fiero que el tímido león”. Ahí estaba mi abuela otra vez con las arrugas tejidas en su cara, cuanto las había echado de menos, como me gustaba recorrerlas con mis dedos. Y su cuerpo, ahora gordo, era donde yo me quedaba siempre dormido y no en su delgada figura de antes. Salí fuera de la caravana y el sol me deslumbró, la cebra seguía durmiendo con su pijama rayado y el león rugía intentando recordar su grandeza.
“Este es tu mundo de verdad, niño, espera ver la gloria que te espera”.
Cristina Sampedro Alonso