El niño se movía deprisa con el plato blanco y limpio bajo el brazo. De vez en cuando daba una carrerilla nerviosa para adelantar a alguien mientras sobrevolaba los expositores. Decidió empezar por el del tejadillo de la bandera italiana. Con la pinza se sirvió elegantemente unas cuñas de pizza reseca: 4 estaciones, mar montaña con atún, mexicana y pepperoni. La margarita la abandonó junto a las salsas. La misma la comía en casa congelada. De espaguetti cogió algo, no mucho, para probarlos. Se deshacían con solo sujetarlos. Y otro poco de tortellinis medio abiertos. La cuchara de plástico quedó chorreando tomate al lado del cuenco, y así la dejó. No había carne picada ni queso rallado. Levantó la mirada –se sabía bien dónde estaba todo-- y se orientó enseguida: “Embutidos, patés y quesos.” Allí aderezó el primer cargamento con lonchas de queso, chorizo vela mont vert, delisandwich langosta, galantina jardinera. Llevó su presa a la mesa a pasitos cortos, el plato sujeto con las dos manos, el mentón en el pecho.
En una esquina del salón, detrás de bandejas grasientas y humeantes –nadie se lo había dicho—esperaba un cocinero con su gorro. Fogonero a la roteña, pularda asada, jamón guisado al horno, redondo de ternera, ¡patatas fritas¡ Ahí tuvo un contratiempo, porque había que hablar. Pidió el jamón (“para su padre”), el redondo (“para la abuela”), y el pollo (“para su hermano”). Un jubilado se tambaleó ligeramente hacia él y el muslo de la pularda cayó al suelo desde lo alto del plato. –¡Cómo es la gente! –escuchó que decían— ¡si se puede repetir lo que uno quiera!
Un eructo poco discreto lo recuperó para la tercera incursión de sólidos, pero antes necesitaba líquido, líquido. Al no estar la bebida incluida sólo le habían permitido un coca-cola. Casi pegada al aseo de caballeros es donde encontró la maquinita, camuflada por una fotografía de frutas tropicales. Colocó el vaso diminuto correctamente, le dio al botón y salió un chorrito amarillo. Amargo y rasposo, no era de naranja. Lo dejó junto a otros que había por allí a medio vaciar y pasó a su segunda opción, melocotón. Un poco dulce, pero gracias a él pudo continuar. Tarta con kiwi, con nata, con trufa, de frambuesa, de limón, de wisky, selva negra, tiramisú. Prácticamente sin ganas enjuagó el cucharón de helado en el agua marrón claro y se echó dos bolas, de chocolate, de vainilla, fideos de colores, una ciruela pasa y sirope de caramelo.
Lo último que oyó fue a su abuela que le decía al verlo venir todo rojo: ¡Hugo, Hugo Ciacco, ay Dios mío! ¡Irás al tercer círculo, junto a los lascivos! Y así fue. Por el hueso. De la.
Ricardo Navarrete Franco
7 comentarios:
Me encanta este relato, me siento muy identificado con ese niño que en su afán por probarlo todo al final acaba harto (igualito que a mi y seguro que a muchos de vosotros cuando vamos a estos sitios). Ese tipo de restaurantes deberían estar prohibidos.
he leido ésto antes de cenar y cuando he visto mi cena que pena me ha dado, y que envidia el niño ese. Lo mejor: la comida italiana y la descripcion de los postres (aunque no me gusten). Por cierto, ¿ese pequeño Hugo no estará ligeramente inspirado en el Hugo de perdidos, no? Y sí, vale, lo de Ciacco he tenido que mirarlo en la wikipedia.
Cris
Muy buena historia, me gusta mucho la descripción de los postres y los postres!!jajaja.
Yo creo que si, que Hugo nos es familiar.
Pero una pregunta, que significa el final cuando dice "por el hueso. De la"? la verdad no se si es que falta algo.
Ahora me ha entrao hambre, me voy a comer.jajaja
Gloria.
Yo tampoco me he enterado muy bien del final. Pero el personaje es genial, reflejo de lo que uno ve ( y hace) en un buffet libre. A mí me recuerda mucho a Juanma, que cuando va a comer concentra toda su atención en ese tema, y parece que no esté (todos somos testigos de que es cierto).
Eso es el fres.co?
Por el hueso. De la.
(ciruela).
Pero se ahogó antes de que yo pudiera terminar de escribir.
Rcd
aaaaaaaaaaaaaah. Ahora sí.
Cris
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