Alicia vivía sola. Su hija se fue de Erasmus y se quedó a vivir en Bélgica con Hans. Y del marido mejor ni hablar.
Alicia tenía bronquitis crónica y necesitaba el codeisán tres veces al día. Es verdad, el prospecto decía que podía “deteriorar la capacidad mental y/o física requerida para la realización de actividades potencialmente peligrosas,” pero ella ni conducía ni usaba maquinaria. Luego, cuando las cervicales decían aquí estoy yo, se tomaba un lexatín o un diazepam. Su médica se lo había dicho claro: si hay dolor, para eso están las pastillas; si te duele cuatro, te tomas para nivel cuatro, si duele diez, pues para nivel diez.
Alicia se volvía hacia la pared metiendo el brazo por debajo de la almohada, dejaba la vista fija en un punto y, al cabo de unos momentos, salía a flote su cocodrilo. Al principio eran sólo dos rugosidades simétricas justo al lado de la rinconera, pero a poco se convertían en dos ojos saltones que asomaban en un barrizal amarillo. Con cuidado y muy despacio movía los ojos alrededor. Veía un pantano, cestas de cocos, canoas, baúles oxidados y olas.
Era una tontería, lo sabía. El dormitorio estaba pintado color crema y tenía una gruesa capa de gotelé que se transformaba en un país de maravillas cuando aquel reptil le decía “sígueme” y se sumergía golpeando el agua turbia con la cola. Lo sabía, y aún así se sentía abrigada en su lodazal de mentira. Un día se encontró el estuche de lápices que había perdido de niña allí pegado junto a la esquina. Y el joyero de nácar. Y a su prima, convertida en estatua. Y un reloj de arena. Y el caballito de Lladró con la pata rota. Y delfines de plata.
Así se quedaba dormida.
Alicia vivía sola. Su hija se fue de Erasmus y se quedó a vivir en Bélgica con Hans. Y de su marido mejor no hablar.