Tarareando una vieja canción, Pierre andaba impaciente de un lado a otro en espera de algún compañero. Había oído algo por ahí, rumores en el pueblo. La fresca hierba de una cercana primavera crujía bajo sus botas nuevas, llenas ya de barro. Se miró las manos, la manga de la camisa le quedaba algo grande. Su padre y sus hermanos le habían contado historias, historias fantásticas, llenas de aventuras y peligro, y honor al final. De ellos no se podía esperar menos. Peligro, ahora estaba solo. Al principio era excitante, pero por las noches tenía que confesarse a sí mismo que tenía algo de miedo. Tuesday’s child is full of grace. La dulce voz de su madre sonaba en su oído y sus labios la seguían en voz baja, entonces el miedo se iba y se aferraba a su mosquete, impaciente por poder usarlo. Respiraba hondamente y se prometía que sería el mejor entre sus compañeros, que volvería a casa lleno de honores, y con el orgullo del deber cumplido. Todo era entonces como un juego. Qué mezquino.
El sol de primavera brillaba con toda su fuerza, las flores silvestres florecían por todos los caminos, e incluso se podía ver a algún niño escondido por los campos. El buen tiempo traía aires de las mimosas del sur. Pero Pierre apenas se daba cuenta de la primavera a su alrededor. Entre sus compañeros, los gritos y las órdenes les acompañaban hasta la muralla exterior que rodeaba al pueblo. “¡Tú! ¡Ponte con estos cinco y terminad rápido!” Esta era su prueba, lo había imaginado millones de veces desde que quiso ser soldado. Pero ahora el sudor recorría su frente y las piernas le temblaban. El mosquete apretaba contra su hombro. Cerró uno de sus ojos. “¡Devolvednos a los reyes!” “¡Fuego!” Entre los gritos de aquellos condenados y los de su superior, Pierre solo pudo o quiso oír de nuevo la voz de su madre, que extrañamente ahora le sonaba un tanto irónica: Tuesday’s child are full of grace…
Cristina Sampedro Alonso