miércoles, 14 de abril de 2010

Dies veneris


El anagrama del número XVII es VIXI, que es igual a “Vivido” en español. Este participio se utiliza para una acción terminada, por lo que dicho anagrama significa “muerto” por eso el día Viernes 17 es denominado día “Nefasto”. En antigua Roma se dedicaban los viernes a ejecutar a los reos, prisioneros de guerra o esclavos infieles.


Miguel estaba tumbado sobre su cama. No podía dormir. Hacía tanto tiempo que no descansaba ya estaba harto de contar... sabía que si sumaba los números en su camiseta el resultado sería 30 y que si le sumaba los meses que llevaba sin ver a su madre la cifra sería 44 y que la cifra aumentaría si le sumaba los meses que estaría sin verla.

Para él el mundo se había visto reducido a incalculables sumas. Iván le había dicho esa mañana que siempre hay luz al final del túnel, pero él estaba cansado de mirar y no ver nada. Tan solo la oscuridad de ese estúpido camino que no llevaba a ninguna parte.

En sus sueños el silencio era sustituido por gritos, pasos y oraciones...despertaba bañado en sudor y besaba la cruz de madera que llevaba al cuello. Ese estúpido sitio se había convertido en un lugar de purgación y plegaria en el que el acento americano y el español se mezclaban para crear un simple canto de “sácame de aquí, Dios mío” y “perdóname señor”.

Los meses pasaron y le anunciaron su partida. Una semana y podrás ver la luz de nuevo.

Lunes: fue su cumpleaños y todos le dieron alguna cosilla. Jabón, algo de tabaco y una revista de esas en las que salen mujeres denudas.

Martes: recibió carta de Teresa su mujer, contándole que pronto sería la comunión de Raúl.

Miércoles: Le quitaron la cruz del cuello. “Si Dios esta contigo te oirá de todos modos” le dijo aquel hombre de negro.

Jueves: Su madre fue a visitarlo. Los besó y abrazó hasta el cansancio. “¿Porqué, Miguel?” no dejaba de preguntar mientras se despedían.


La mañana del 17 siguiente salió de su pequeño cubículo acompañado de dos hombres de negro. Le pesaban mucho las piernas y no podía caminar bien. Algunos de sus compañeros salieron a despedirse y otros simplemente miraron como se perdía en la oscuridad del pasillo.

Entonces la luz lo inundó todo. Un hombre vestido de blanco lo invitó a sentarse y a desnudarse un brazo. Mientras los dos hombres de negro le ataban correas a sus brazos y piernas. Frente a él una chica lloraba agarrada a una foto de un chico rubio.

La aguja entró rápidamente y el líquido transparente recorrió sus venas aliviando su dolor. Estaba mareado. Oyó un disparo y los gritos de la gente. Recordaba a ese gringo llorando ante él. Podía verse a sí mismo sosteniendo el arma y salir a correr del supermercado dejando al chico bañado en sangre, sin vida. Intentó hablar, pero nada salió de sus labios más que un suspiro. “A ti encomiendo mi alma, padre” dijo mentalmente, y murió.


Dios castigue al que mata, al que come carne un viernes y el que se toma la justicia por su mano... pero mayor castigo merece el que deja morir de hambre a un hombre empujándolo a matar por 30 asquerosos dólares.

María Suárez Alonso

domingo, 11 de abril de 2010

La vieja Manuela


Nadie, ni siquiera la lluvia, tiene las manos tan pequeñas. Ni una mente tan grande encerrada en un tarro tan pequeño. Tan trasparente y frágil que la más pequeña conmoción puede romperla en mil pedazos. O eso parece.

Lo cierto es que Manuela ya había superado los setenta y siete años en esa cáscara de cristal que era su cuerpo cuando la conocí. Sus ojos flotaban a través de la neblina de sus cataratas a una dimensión infinita y certera. Hablaba, y cada palabra había sido medida y sopesada para adaptarse al máximo al diálogo al que pertenecía, como si no respetar la medida produjera un cambio de presión en la atmósfera que fuera hacerla estallar. Así hablaba.

Por eso nunca malgastaba una sola sílaba y la gente le gustaba describirla como una mujer silenciosa.

Nada más verla me arrepentí de haberme apuntado a ese estúpido programa solidario. “No te gusto”, fueron sus primeras palabras tras un largo silencio. “Tal vez hablar te ayude”. Entonces comencé a hablar. Empecé enumerando las razones por las que no me gustaba, y después le hablé de mi vida y mis problemas. “Crees que no vas a morir nunca, pero vives como si hoy fuera tu último día en la Tierra. Encuentra un equilibrio o te estrellarás contra la realidad”. Yo tenía dieciséis años, y aquello me sentó fatal. Me levanté y salí de allí de un portazo, tragándome el miedo interior de que la vieja se deshiciera en agua tras el estruendo.


Ahora tengo treinta y seis años, y hace tiempo que me estrellé. Como todas las grandes heridas, duele más en frío. Duele pensarlo más que tocarlo. Obsesionado con el discurso de hace veinte años, he decidido buscarla.

La encuentro ahora encerrada en un psiquiátrico. Su habitación convertida en una sala de urgencias, por si el fino hilo del que penden sus manos se rompe. Sus manos, que ahora son copos de nieve. Me mira sin verme. Sus ojos son del color de una llovizna a media tarde en invierno. “Bienvenido al mundo. Si duele significa que estás vivo”, me dice como si hubiera estado al tanto de mi vida. Mira a todos lados con sus retinas ciegas, escudriñando y oyendo los silencios significativos. Sus voces interiores. “La reencarnación existe, sólo que no es transexistencial”. Nunca he conocido a nadie tan cuerdo. La enfermera quiere que coma, pero ella sólo existe. Todo lo demás es superfluo. Le cuento mi historia de nuevo y la enfermera me dice que no insista.

Ya me voy. Ella me dice mientras me levanto. “Piensa que ahora eres un recién nacido. Ves las cosas con ojos nuevos, y no todos tienen la oportunidad de tener dos vidas”. La enfermera chista disgustada y le mete una cucharada en la boca.
Cierro la puerta con ciudado para evitar que se deshaga en gotas de agua. “Habla con ella”, me susurra tras la puerta sin que pueda oírla, pero yo la escucho.Esa misma tarde sonó el teléfono por decimo tercera vez, y yo contesté. No es una locura perdonar. Como no lo es estar vivo.

Ella vive mientras los demás dormitamos. Vela de los sueños que no tenemos por si algún día queremos vivirlos. Por si nos atrevemos a salir a jugar. En los huesos de sus manos nacen las runas que marcan la fortuna, y que todos ignoramos o disfrazamos de casualidad. Nadie nace sin más. Y aunque ella morirá mañana, su verdad es eterna.

Mª Dolores García Torres

Foto: Dimitar Variysky

viernes, 9 de abril de 2010

Norte y sur


El 11 de Septiembre es un día catastrófico para la mayoría de la gente que conozco. Todo el mundo tiene una razón para odiar este día, y todos ellos tendrían una espeluznante historia que contarnos si les dejasen. Su historia...
Mi nombre es Pablo y me gustaría contaros la mía:


Cada vez que vemos una de las fotos de las torres gemelas, no podemos evitar pensar en toda esa pobre gente llorando, saltando en desesperación y mandando mensajes de despedida a sus familias. Bien, debo admitir que envidio a estas familias. Mi padre murió el 11 de septiembre. El no era un soldado, bombero ni trabajaba en las torres. Ni tan siquiera iba en uno de los dos aviones. Por eso nadie le recuerda. Por eso no es más que un fantasma en mi mente. Porque no estaba en una de esos malditos gigantes de hierro, tumba de tantas personas.

Mi padre se llamaba Juan Luis Gonzáles, y no estaba allí. Mi padre no era ya más que polvo cuando el atentado terrorista devastó América. Él murió mientras dormía, tranquilo en su cama mientras un avión bombardeaba nuestra casa y la nuestros amigos y vecinos. Mi madre murió tras ser violada por varios soldados, y mi hermano, fue acusado de varios actos terroristas inexistentes y ejecutado por ellos. Yo huí...

Esa estúpida noche de Martes de 1973, ese maldito 11 de septiembre, América fue la terrorista y mi pueblo el atacado. Mi gente, Chile, sufrió también, pero nosotros no somos recordados, ni mencionados. Es solo una cuestión de situación geográfica. Simplemente se trata de remarcar la ya enorme diferencia entre Norte y Sur cuando se habla de América.

Las familias de ese gran número de personas muertas en Nueva York ese fatídico día pueden llevar flores a lo que por un tiempo fue un inmenso agujero negro. Tan negro como los ojos de mi madre. Sé que no soy más que un inmigrante que nada sabe, pero, hay algo de lo que estoy totalmente seguro, y es de que mi madre, de haber podido, habría elegido saltar de un edificio antes de morir como ella lo hizo. Bajo el peso de un sudoroso hombre sintiendo su respiración en el cuello y oído. Mezclando el dolor con el llanto por haber perdido marido hijo y honor de un solo plumazo.

Me aflige mucho el dolor de las familias , pero me aflige mucho más mi situación. Juro que hubiese matado por un mensaje de despedida, por una placa con el nombre de mi padre grabado para recordar su valor, o por la compresión y denuncia ante tan ruin acto de todos los países del mundo. A nosotros nadie nos recuerda. Esa es la diferencia entre Norte y Sur en este estúpido continente. Maldito sea el día en que Cristóbal Colón descubrió el lugar donde seres tales como R. Nixon y G.W.Bush nacerían para desgracia del mundo.

María Suárez Alonso

lunes, 5 de abril de 2010

Historia encadenada (4)

En este mismo instante me sentí, en cierta manera, aliviado; suena egoísta, pero el saber que alguien, al otro lado de la pared, se encontraba en mi misma situación me daba fuerzas para buscar una manera de salir de allí, no solo por mí, sino porque alguien podría necesitar mi ayuda.
Cuando la misteriosa persona paró de dar golpes, me di cuenta de que no tenía manera de comunicarme ya que mis conocimientos en código Morse eran demasiado básicos. Por lo que opté por buscar algún pequeño agujero en la pared, una abertura por la que poder hablar con alguien que, tal vez, conocería las respuestas a todo lo que me estaba sucediendo.
Nada, ni lo más mínimo. Grité, le dije que no entendía su código y que no encontraba otra manera de comunicarnos. Callé;” ¡que estúpido eres!”, pensé,” ¡podrían escucharte!”
Puede que pasasen unos cinco minutos hasta que volví a oír unos golpes, pero ahora eran distintos, aunque seguían pidiendo ayuda. Si mis oídos no me engañaron, uno o quizás dos hombres entraron en la habitación contigua; ellos eran los causantes de los golpes, golpes que tenían una única dirección: el cuerpo de esa pobre persona. Golpes y gritos; gritos y golpes. Y así durante una eternidad hasta que al fin dejé de sufrir. Ahora solo se oía el silencio, un triste e inquietante silencio.
Mis oídos detectaron un nuevo ruido. Mi puerta se había abierto, pero esta vez nadie estaba al otro lado.

Gloria Romero García