viernes, 26 de marzo de 2010

Historia encadenada (3)

Salimos a un estrecho pasillo plagado de puertas metálicas y mohosas como la que se había abierto ante mí. No quise detenerme a pensar qué habría tras ellas, pues hacía un rato que había asumido que no obtendría respuestas. El sitio no tenía ventanas y la única salida posible era otra puerta el fondo del pasillo claramente diferente, más gruesa. Para llegar hasta allí y correr tendría que derribar a mi carcelero, opción que rechacé sin pensar mucho.
Para mi sorpresa el grandullón me llevaba a esa misma puerta. La abrió sin esfuerzo a pesar del rugido que emitió. Tras ella una diminuta habitación poco iluminada donde una atractiva mujer de mediana edad me esperaba sentada. Sus largas piernas cruzadas apenas visibles con la enorme mesa de despacho que coronaba la habitación. Acababa de encenderse un cigarrillo, del que aspiró profundamente mientras sus pupilas negras se clavaban en mí. Forma almendrada y demasiado rímel. Reconocí su mirada. De pronto la recordé sentada en la barra del bar donde solía ir a emborracharme los sábados que me sentía triste. El hombre me sentó de un empujón al otro lado de la mesa. Quise decirle algo, pero me interrumpió con un humeante plato de comida sin identificar bajo mis narices. Me hizo un gesto y cogí la cuchara lleno de miedo. No pensaba comer. La mujer seguía fumando sin decir nada. Dudé. El hombre me miraba. Empecé a comer y ella habló.
“¿Quién era tu padre?”. Silencio. Yo recito el apellido familiar y ella resopla. Soy adoptado. Lo sé desde los 18, pero nunca me he puesto a investigar sobre mis orígenes. “¿Quién era tu padre?”, repite. Yo repito. Ahora resopla el hombre. Ella se levanta sin previo aviso y tira mi comida al suelo. “Eso ya lo has dicho”. Me limito a repetir el nombre de mi padre, el que conozco. Como una oración. De pronto entre una niña somnolienta. Está muy blanca y apenas tiene pelo. Da un poco de miedo. Se queja del ruido y hombre me da una bofetada. Me arrastra fuera de la habitación hasta otra donde se encuentra de nuevo el viejo de la silla.
Me sienta en una silla y me clava una aguja en el brazo antes de que pueda siquiera asimilar lo que acabo de vivir. Luego otra en el otro brazo. Conecta mi cuerpo a una vieja máquina de hospital a través de mis venas. La enchufa. Hace mucho ruido. Pronto mi sangre empieza a salir de mi brazo, pero noto como vuelve a entrar por el otro. La máquina parece que se va a parar en cualquier momento. Recuerdo la cara de la niña: sus ojeras, sus dientes amarillentos, su nariz pequeña…Me empieza a arder todo el cuerpo. Grito, pero el viejo pare estar sordo. Quizá lo está. El dolor es insoportable y la habitación se llena de una neblina espesa. Me desvanezco.

Despierto de nuevo en la habitación de antes. No estoy seguro de si ha sido real. Me miro el brazo. De nuevo el ruido metálico y el ritual del ungüento de menta y el calor posterior. Quizá algo más sofocante. Le hablé mientras trabajaba en silencio en un intento de mantener la cordura. “No sé qué os pasa conmigo, pero te juro que soy inocente. Soy adoptado, pero eso no me afectó demasiado nunca. También soy zurdo, ya ve, y no me siento distinto a los demás. Tampoco me ha influido perder a mi madre con diez años. Bueno, a mi madre adopti…” Estaba solo en la habitación, sudando.
Intenté concentrarme en las distintas formas del techo para no perder la cabeza. Quería evitar a toda costa el ataque de ansiedad que presentía hacía un rato. De pronto un suave golpe en la pared. Creía que se lo había inventado mi imaginación, pero sonó de nuevo. Esperé. Otra vez. Una cadena repetitiva de golpes que identifiqué poco a poco: golpe seco, golpe seco, golpe seco, fuerte, fuerte, fuerte, seco, seco, seco. Seco, seco, seco, fuerte, fuerte, fuerte, seco, seco, seco. Alguien me estaba pidiendo ayuda.

Mª Dolores García Torres

sábado, 20 de marzo de 2010

Historia encadenada (2)


Cerré los ojos esperando los pasos de quien supuse daría una explicación a mi situación, pero en lugar de pasos, un sonido metálico inundo la habitación. Un anciano en una silla de ruedas medio oxidada por los años y el uso avanzaba hacia mi. Llevaba una bata blanca y unos viejos y raídos pantalones a cuadros.

Me lanzó una mirada inquisitiva a través de los gruesos cristales de unas gafas rotas y pude ver que carecía de dientes cuando abrió la boca pensé yo que para hablar, pero no dijo nada. Solamente avanzó con su silla hacia mi y examinó uno de mis brazos.

–¿Quién es usted?, ¿Qué hago aquí? Pregunté una y mil veces sin recibir más respuesta que silencio y más exámenes. Observó mis brazos y piernas, extendió una extraña mezcla con olor a menta sobre mis agujereados miembros y me ayudó a tenderme sobre la cama de nuevo. Una vez el ungüento hizo efecto, noté una extraña sensación de calor en todo mi cuerpo y comencé a relajarme. -La próxima vez que el anciano entre, no le dejaré marcharse sin respuestas...-pensé.


Pero el anciano no regresó. Pasaban las horas y mi estómago empezaba a quejarse. Me tendí en la cama intentando recordar como había llegado allí y lo más importante, con que objetivo. Pasaron algunos minutos que para mi parecieron semanas antes de que la puerta volviera a abrirse. Esta vez si que puede oír las fuertes pisadas de un extraño, más tarde vi su gigantesca sombra en el muro y después sus manos que sostenían la puerta para que esta no se cerrase. Llevaba las mangas remangadas hasta los codos. Ningún anillo adornaba sus gruesos dedos que terminaban en pequeñas uñas mordisqueadas quizás durante algún ataque de nervios. Por fin entró en la habitación arrastrando los pies. Era un hombre bastante corpulento. Tenia una barba de dos o tres días que contrastaba con su pelo, muy cuidadosamente peinado hacía atrás. -Sigueme- me dijo. Me levanté y no se porqué, lo seguí sin hacer preguntas.

María Suárez Alonso

jueves, 18 de marzo de 2010

Historia encadenada (1)


De repente me desperté sobresaltado. Tenía la vista nublada y un fuerte dolor se concentraba en mi cabeza. Había pasado una mala noche, no había conseguido dormir profundamente y las pesadillas habían acaparado la mayor parte de mis sueños. Cuando conseguí fijar la vista, me di cuenta de que la habitación en la que me encontraba no era la mía. - ¿Qué había pasado esa noche? ¿Cómo había llegado hasta allí? La confusión se apoderó de mí y empecé a sentirme bastante desconcertado. El olor del ambiente me trajo recuerdos de cuando era pequeño e iba a casa de mi abuela y jugaba a que descubría un tesoro en su viejo desván que, como todas las casas en las que vive gente mayor, tenía ese olor inconfundible a viejo. La única diferencia es que la suciedad y las telarañas inundaban la extraña habitación en la que me encontraba ahora y a la que no tenía ni idea de cómo demonios había llegado.

Cuando me incorporé, noté un fuerte dolor en los brazos. Tenía marcas de agujas a lo largo de la zona de las venas y las piernas las tenía igual. La habitación no tenía ventanas y estaba alumbrada por un pequeño foco colocado en el techo que parpadeaba de vez en cuando. Lo único que había en la sala aparte de la cama en la que estaba y una puerta que estaba cerrada era un espejo colocado justo enfrente en el que podía ver lo demacrada que me había dejado la cara quién quiera que sea. Eso me preocupó aún más, pero no tenía tiempo de preocuparme. Tenía que intentar salir de allí lo antes posible y saber qué o quién me había llevado hasta allí y para qué.

Así que me levanté y descalzo, ya que no encontraba mis zapatos por ninguna parte, me dirigí a la puerta pero antes de que pudiera llegar a ella la luz de la habitación se apagó y un ruido muy fuerte sonó durante más de 2 minutos. Creía que aquella casa o lo que quiera que fuera se vendría abajo en cualquier momento. Cuando el ruido terminó de sonar, la luz volvió a la estancia y, sin que me diera tiempo a reaccionar, alguien abrió la puerta…

Juan Manuel Regalado Hens

domingo, 14 de marzo de 2010

Niños


Juegos bajo la lluvia, saltos entre los charcos, risas entrecortadas.
Bajo un paraguas roto se cuentan sus confidencias, inventan un mundo nuevo donde solo existen ellos, donde ningún mayor puede entrar. Llamas a su puerta y te contestan con una sonrisa.
No esperan nada, lo entregan todo por un solo abrazo sin pedirte nada a cambio. Ángeles que con su batir de alas te devuelven la alegría, te hacen soñar un mundo nuevo sin odios, sin rencores ni llantos.
El paso del tiempo, los años cumplidos, los errores vividos, te nublan la vista y te endurecen el corazón.
Cerrar a veces los ojos quisiéramos y volver a recuperar la inocencia perdida. Ser niños grandes, enfrentarnos al mundo, correr por las calles, sobre la hierba, bajo los árboles, dar amor sin pedir nada a cambio y pasar desapercibidos entre la multitud ruidosa que cada día nos rodea, en una realidad que nos absorbe sin contemplación; parar un momento y pensar ¿Por qué he de vivir así?
Basta, quiero ser yo, quiero ser niño otra vez, aparcar el adulto que hay en mi tan solo por un momento y ver el mundo desde otros ojos.
Juego bajo la lluvia, salto entre los charcos, rio por cualquier cosa…….. Por fin soy niño otra vez.

Anónimo

jueves, 11 de marzo de 2010

From Heaven


Checking my e-mail, now I realize I’m dead. Never got so many mails from friends. David tells me he would like to see me in his sister’s birthday party, Ben wants to watch a movie with me, Susan wanna tell me something she dind’t have courage to say before; my mum wonders why I kept that fucking job, I was paid so badly…And my wife, she thinks about dead and muder, she believes death penalty is not enough for them. Those terrorrists. Terrorist, what a extrange word to be pronuonced from such sweet lips.

A eternity ago, checking my mail, as usual, I should have been killed. That’s what they paid me for: the lazy tasks of deleting ads and sending randon messages to all that people I knew and I never called to. I went back to work because they tell me it was safe, and I was too lay-back to doubt, so I went in again. It was normal for me not to think what I was told, simply moving mechanically following the stream. That easy death is.

I never heard of a damned second plane, or about Al Quaeda, or about a fucking huge skyscraper with a pudding consistenciy. I only heard the explosions, and only saw the fire. The rest is the task of the world to figure out.

But here I am, or I am not, receving unlimited messages that I can answer not, and people thinking about me instead of my death. Nobody cares how I was dead, only the fact that I’m not alive. So superflous now, I think.

I wish they would write to me before, I when I still existed, though not for them.

Mª Dolores García Torres

lunes, 8 de marzo de 2010

Alejandra


Nadie, ni si quiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Piensa cada vez que observa a su pequeño, cosita tan frágil que ya, a sus tres años de vida, había visto y sufrido tantas cosas.
Ella siempre había sido una chica un tanto rebelde, independiente, pero también buena e inocente. Conoció a un muchacho, al parecer bueno y cariñoso, con quien, debido a la educación y tradición de la época, acabó casándose por estar embarazada.

No pasado mucho tiempo, ese muchacho fue cambiando; un demonio se había apoderado de él. No había día que no gritase, arrojase cualquier objeto al suelo o incluso se atreviese a golpearla como y con lo que fuese. Ella, mientras tanto, con un hijo a su lado y otro en su vientre, seguía a su lado, por miedo o pena, incapaz de alejarse de él. “Maldita adicción”, pensaba todo el tiempo.

Él dedicaba todo el día a no hacer nada, en casa tumbado en el sofá viendo la tele o en la calle alimentando el demonio de su interior. Ella se levantaba a las 6 de la mañana y se preparaba para pasar un día más agachada recogiendo fresas con un bebé a punto de nacer.

Así llegó su segundo hijo y la situación no cambiaba en casa. Cuantas veces dejó a sus hijos en casa de su vecina para que ellos no tuviesen que sufrir aquello; cuantas veces se marchó a casa de sus padres en busca de un refugio seguro. Hasta que un día decidió que su vida no volvería a ser esa que había tenido durante tantos años.

Reunió toda su fuerza y valor, lo abandonó, lo echó de su casa y de su vida y al fin se sintió libre, capaz de hacer lo que fuese por ella y sus hijos.

Nadie, ni si quiera la lluvia, tiene manos tan pequeñas. Piensa mientras acaricia a su pequeño entre los barrotes de la cuna y observa, a su vez, a sus otros dos hijos durmiendo profundamente. Los tres milagros de su dura vida. Sonríe.

Si supieras todas las grandes cosas que conseguirás en tu vida…

Gloria Romero García

jueves, 4 de marzo de 2010

The princess and the pea


Había una vez un rico empresario que quería casarse con la mejor de las mujeres, así que organizó varias fiestas y eligió a la más perfecta de ellas: su sedoso pelo rubio caía en cascada a ambos lados de la cara, dejando ver los ojos más verdes y la boca roja y carnosa como una granada. No solo era hermosa, sino que también era dulce y sensible. Al poco tiempo, el rico empresario y la hermosa mujer se casaron y fueron felices por siempre jamás, al menos él. Aunque la mujer tenía muy buen corazón, su sensibilidad no la dejaba tolerar defectos, pero al ser tan amable y modesta, nunca hizo ningún tipo de queja a nadie aunque sufriera terriblemente al ver un cuadro torcido, un cepillo de dientes mal colocado o si el café se servía un minuto más tarde de lo deseado. Tampoco soportaba las imperfecciones físicas, por eso no pudo contratar a una sirvienta con una verruga en un brazo y apenas veía a su hermana que tenía los dientes separados. Por todo esto, le costó mucho aguantar su matrimonio con un hombre que hacía, según ella, ruido al masticar; pero como ella era consciente de su propia perfección, no se permitió una queja, ni una sola palabra. Sin embargo, y por culpa del estrés, su marido comenzó a tener un tic en el ojo, muy leve, pero ahí estaba. Cada minuto cuatro veces casi seguidas, lo había contado. Con toda la discreción y todo tipo de excusas, cada vez se encerraba más a solas o daba paseos más largos. Llegó un momento, en el que ya no sólo veía el tic o escuchaba masticar más y más fuerte, sino que ya también veía las ligeras marcas de arrugas en la frente de su marido o a notar más ásperas sus mejillas, puntualmente afeitadas cada mañana. Tan cansada estaba, que tomó una decisión. Hizo unas compras, compró ropa para ella, macarons Ladurée y vino para su servicio y pantalones, whisky y un perfume exclusivo para su marido. Al día siguiente partió para París para pasar allí unos meses, lejos de todo lo feo y tosco de su vida. París fue el remedio a todos sus males: iba de compras, salía a pasear y a ver museos y se rodeaba de la gente más exclusiva de la ciudad en sus perfectas casas, con sus perfectas vidas. Aún así, no conseguía descansar bien por las noches, porque se atormentaba con el momento de su regreso, con su marido y su tic en casa. Después de un mes, un soleado martes de primavera Rose (así se llamaba la hermosa mujer) recibió una llamada. Su marido había muerto por un shock anafiláctico, al parecer se había estado aplicando una loción entre cuyos componentes se encontraba en un pequeño porcentaje la flor del guisante, a la cual era alérgico. Rose colgó el teléfono, hizo una reserva para un vuelo a esa misma noche y se estiró en la cama. Hacía mucho tiempo que no dormía tan tranquila.

Cristina Sampedro Alonso