jueves, 17 de diciembre de 2009

Osiris Padre


Sobre el cuerpo inerte de su esposo, Isis concibió un hijo. Gracias a Anubis lo embalsamó, convirtiéndose en la primera momia de Egipto, y lo escondió en un lugar que sólo ella conocía y que permanece oculto y secreto hasta este día.


Muchos años después, frente al jurado del Príncipe de Asturias, la doctora Suárez había de recordar aquel día remoto en que hizo su descubrimiento en el parque nacional de Timanfaya. Hacía mucho ya de sus rupturistas avances en escritura pre-jeroglífica, del hallazgo del manuscrito del escriba Ani en el Museo Británico; mucho de la elaboración de la tesis que cambiaría la historia antigua: el paraíso que los egipcios llamaban Amduat no era otro que Lanzarote, en la ruta hacia el oeste. Pasó luego rápido el lustro de incursiones en los cientos de burbujas volcánicas de la isla; y llegó la mañana en la que se adentró por aquella grieta del pedregal negro conocido como Valle de la Tranquilidad.
La cámara mortuoria estaba intacta, el ritual de los muertos escrito sin un fallo en paredes, féretro y vendas, los ushabti simétricamente colocados, el escarabajo en el corazón, ningún rastro de cadaverina. Siempre recordaría que le vino a la cabeza el verso de Prufrock al verlo: Spread out against the sky, like a patient etherised upon a table. Tardó poco en comprender que eran versiones únicas, nunca vistas, del libro de apertura de la boca y el libro de las respiraciones. “I am Lazarus, come from the dead, Come back to tell you all.” El dedo, seco y alargado, parecía apuntar hacia el cartucho en el lateral del sarcófago donde estaba escrito el nombre de Isis, esposa de Osiris.
No, ella no era Isis, pero ¿cómo decírselo a quien dormía un sueño milenario? El silencio engendró silencio.
De aquella cueva salió la notoria descubridora de la tumba del Osiris histórico y también una mujer embarazada. Tuvo una hija, a la que llamó Lara, sin pecado concebida y descendiente directa del dios. Nunca se lo dijo a nadie. El silencio engendró más silencio.


Ricardo Navarrete Franco

domingo, 13 de diciembre de 2009

El caballero de la mano en el pecho


Instituto Albéniz, segundo de bachillerato, clase de arte. Don José Luis mira por la ventana, la mano en el pecho, esperando silencio.
A veces funciona, a veces no.

“Eses” líquidas, largas y sordas salpican el aula.
Él, que se ve elegante con la chaqueta de terciopelo oscura, se vuelve, la mira y fantasea que ella fantasea que él fantasea que ella fantasea. Desde la segunda fila Cata se tira de la camiseta para taparse la cadera helada y sonríe porque sabe –todos lo saben-- que “el Picassu” se compra la ropa en las taras del máximo dutti del aeropuerto y apenas se cambia los levi’s 501 tiro alto apretados cortos.

José Luis se siente satisfecho porque sigue un plan. Este curso ya les ha dictado, a velocidad de apuntes, que el mundo de Dalí tiene la consistencia de la mierda blanda, producida por la crónica irritación de colon del artista. Que el cubismo de Picasso demuestra que la gravedad no atrae a todos los cuerpos con una fuerza igual a 1132 pies por segundo por segundo, de ahí las deformaciones. Y hoy se pasa la hora con la mano en el pecho explicando que los caracteres del Greco son alargados porque el artista los imagina aún sumergidos en el líquido amniótico del útero materno. Que el caballero lleva el ojo izquierdo entornado porque efectivamente le ha entrado agüilla, que el cuello le aprieta porque apenas hay espacio para respirar, que los dedos no están alargados sino aplastados, y que con ellos apunta al corazón para decirle a su mamá que la ama. Todo homosexualidad latente, claro.

Hacia el fondo de la clase el barbilampiño Benítez aprovecha la coincidencia para entonar con la laringe apretada un embozado “Picassu mariquita!” José Luis mira el reloj, le quedan diez minutos de clase, once años para la jubilación anticipada. “No hace falta que atiple usted más la voz, Benítez, ya le cambiará si algún día le crece el vello.” Benítez se sonroja. Cata también. Estocada al corazón.

Afortunadamente, desde hace años ninguno de sus alumnos aprueba selectividad. En delegación no sospechan nada, acostumbrados como están a los comentarios desaforadoes de los de arte, fracasados precoces todos. José Luis sonríe cuando suena el timbre: quería ser el caballero de la mano en el pecho, pero con esta gente no puede, no puede.

Ricardo Navarrete Franco