domingo, 30 de agosto de 2009

Vida en morado


A Lucía hoy le han echado la bronca en el trabajo. No le ha pasado muchas veces, por eso le fastidia tanto que su jefe le llame la atención por algo tan tonto como el color de sus uñas. Ningún cliente se ha quejado de que le atendiera una mujer con las uñas pintadas de morado. De hecho, a ella le pareció muy buena idea usar ese color porque era bastante original y eso era precisamente lo que su vida necesita ahora mismo: aire fresco. Le cabrea un poco demasiado el tema.

Va en el bus mirándose las uñas y pensando en sí misma. En cómo ella tampoco tiene un tono que los demás entiendan demasiado bien. Pensaba que era absolutamente transparente hasta que de pronto un día Guillermo, el hombre de su vida, le miró a los ojos y le dijo que no le creía, y la dejó. Si él, para el que había abierto todo su ser, no la comprendía ni la conocía, entonces ella era poco más que un fantasma. Una sombra oscura que se mueve de noche y pasa difusa por camas de extraños en las madrugadas. La mujer que lloró un día entero después de que la mirara una monja. Lucía aparta la vista de sus uñas y escudriña por la ventanilla.

Allí, en el semáforo, parado dentro de un BMW negro, un hombre engominado lleva una corbata morada. Parece perfectamente normal y respetable, y sin embargo Lucía no para de imaginárselo embutido en un traje de lentejuelas morado. Zapatos de tacón alto y peluca extravagante, escapa de los cánones en un club nocturno cada tres semanas exactamente. El morado es la última faceta visible para el ojo humano en la descomposición de la luz. Es lo más oscuro antes de la ausencia del color. Y sin embargo, Lucía lo ve todo más claro cuando piensa en morado.

Esa tarde visita a su abuela y le cuenta su problema. Duda si recordará cómo es el color morado, porque la pobre está ciega. La vieja sonríe y le cuenta una anécdota parecida de su juventud. Se saltó el luto de un tío suyo por estrenar un vestido que había estado cosiéndose durante semanas. Era un vestido morado. La inocente no tenía culpa de que su tío hubiera elegido una fecha tan inconveniente para morirse. Le obligaron a teñirlo de negro, después de darle un par de tortazos. Esta tarde su nieta la lleva de paseo por el parque, con una pañoleta morada sobre los hombros.

Al día siguiente Lucía va al trabajo completamente vestida de morado, uñas incluidas. Al jefe parece que sólo le molesta el detalle del color de sus cutículas. Lucía le dice lo que piensa sin más, porque no ve nada malo en ninguno de sus pensamientos, pero la despiden igualmente. Se sienta en un banco y mira a través de la ventana a sus compañeros. Enclaustrados con la barbilla pegada al cuello, todos visten de gris, negro y blanco. Ninguno parece pararse a pensar sobre nada en ningún momento, no puede imaginarse a ninguno teniendo una vida secreta. Como peces en una pecera, con una memoria limitada que les hace olvidarse de ellos mismos cada dos por tres. Lucía ya lo comprende todo.

Se mira la uñas un buen rato y se marcha a casa, feliz por haberse encontrado.

Mª Dolores García Torres

miércoles, 12 de agosto de 2009

Verde


Ya no podía ni respirar. Asomaba el cuerpo entero por la ventana para coger aire, pero solo conseguía notar su peso agolpándose fuera del marco.
Cada vez que cogía un cuchillo lo imaginaba clavándose encima de su vientre, justo el centro de su cuerpo. Y lo hizo. Lo hizo para liberar el dolor, para estar al otro lado y tener otra visión desde allí. Para querer estar a este lado.
Dejó el vinilo encendido al salir, quería que la música siguiera sonando después de que ella se hubiera ido.
Desde la ventanilla del avión miró el paisaje de su refugio, nunca había visto nada tan verde.

Reyes Ferrer Astillero

domingo, 2 de agosto de 2009

Las gafas rosas


¡Cuánto duele perder algo que se sabe perdido desde hace mucho tiempo!, ¿por qué duele tanto esta situación?...Porque ya no tengo nada.

Cuando entró en el avión las lágrimas bañaban su cara, enfriándola. Quería sonreírle para que fuese esa su última imagen. No quería ser recordada con la cara húmeda y los ojos manchados de rimel. Esbozó una sonrisa para él. Tenía ganas de correr fuera, de saltar de ese estúpido avión que los separaba. Él le decía adiós con las manos. Se veía tan ridículo. Volvió a sonreír. Por fin se sentó en su asiento. Sabía que él seguía allí de pie, en el mismo sitio en el que ante se habían besado. Donde intentó no llorar mientras le decía que todo iría bien... Mentirosa. “Nos veremos de nuevo”, habían prometido ambos. “Te esperaré el sábado, y el Domingo, pero no vengas el lunes, ya no estaré”, bromeó. Aún podía sentir el tirón que dio a su chaqueta para acercarla a él. Cómo la cogió de la mano. Volvió a sentir algunas lágrimas traidoras caer por su rostro. “Pronto” le había susurrado él.
Un niño pequeño se sentó a su lado. Estaba llorando, nervioso. De repente dejó de llorar y la miró curioso. Ella se sacó sus gafas de sol y se las puso al niño. Eran de color rosa, muy llamativas. Después sacó de su bolso un espejo y se lo ofreció para que se viese. “Estoy guapo” dijo el niño. Ella miró por la ventanilla de nuevo, pero él ya no estaba. Cuando volvió la cabeza vio que el chico le devolvía las gafas. “Creo que son mágicas, toma”. Se puso las gafas e intentó dormir. De repente se sintió bien, tranquila y cansada. Quizás sí que eran mágicas después de todo...Se estaba quedando dormida, cada vez oía las voces más lejanas, pero antes de caer rendida, sintió un calorcillo en su oído: “pronto”. Sí, todo irá bien, dijo en voz alta. “Claro” dijo el niño, “mi padre es el piloto”, pero ella no lo oyó. El niño sonrió al ver como en su cara aparecía una sonrisa. “Ya sabía yo que esas gafas eran mágicas”.

María Suárez Alonso