martes, 31 de marzo de 2009

José Luis

José Luis era un hombre de unos 70 años, se podía decir que había tenido una vida plena, llena de alegrías y satisfacciones. Había conseguido casi todo lo que se propuso. Excepto por un detalle; era ciego de nacimiento y a lo largo de su vida fue creando en su mente una concepción utópica del mundo. Pensaba en lo extremadamente bello que era todo: las flores, el campo, las grandes ciudades, la gente... Pero pese a su avanzada edad aún le tocaría aprender la lección más importante que jamás nadie le enseñó sobre la vida, y es que debido a los avances médicos José Luis consiguió, tras una operación de 14 horas, ver y poder apreciar con detalle todo lo que le rodeaba y darse cuenta que no todo era tan bello y tan ideal como él pensaba. Aunque la decepción más grande se la llevó con las personas, ya que al ser ciego todo el mundo le había tratado de forma muy amable, pero al recuperar la vista la gente empezó a mostrarse ante él como realmente era. Y es que en la ignorancia se vive más feliz.

Juan Manuel Regalado Hens

XI

La señora de delante sacó los billetes de la cartera apretada y los empujó por debajo de la rejilla.

–A ver si ha habido suerte, hija.

Dentro del kiosco verde apenas cabían el vendedor y su mujer, de pie; y el perrillo, sentado en el banco. Será que en espacios reducidos se manejan mejor.

–Dos reintegros, ¿qué le doy?

Los números no premiados volvieron a aparecer por debajo de la rejilla. La mujer los cortó en partes geométricas y los encajó con el dedo en la papelera diminuta, de donde el último volvió suavemente para asomar su esquina rizada.

–Dame dos treinta y siete, a ver.

Se parecía un poco a la madre. ¿Qué le habrían dicho de la ruptura? Después de 93 días no había vuelto a cruzarse con ella, pero la veía por todos lados, como cuando lo de Carrie y Aidan. Alguien pasó por el carril bici pedaleando con cadencia parecida. A José Alberto le sudó la mano dentro del bolsillo donde tenía ya sujeto el euro cincuenta. Fue un segundo o menos. Y un vestido de Desigual relampagueó dentro del 25, Prado de San Sebastián-Rochelambert, que iba pegado a la acera. Pero tampoco.

Tenía pensado pedir el tres que sostenía la pinza azul, pero ahora el veinticinco le hizo dudar. Como buen jugador, cambió en el último instante por si alcanzaba así al futuro.

–Deme un treinta y siete a mí también.

Su edad, pero bueno. No le iba a tocar. No podía ver el porvenir, enterrado como estaba entre miles de coincidencias. Sólo le vino a la cabeza el verso de Goytisolo: “Como ciego miré, por todas partes, buscando un pecho, una palabra, algo, donde esconder el llanto.” Y mientras cruzaba el semáforo se volvió para asegurarse de que no era ella, no podía ser, la del cinturón ancho.

Ricardo Navarrete Franco

viernes, 27 de marzo de 2009

Nunca conocerás nada como ésto

“Nunca conocerás nada como esto. ¿Es que no ves todo lo que hay a tu alrededor?” Yo no decía nada, se me escapaban algunas lágrimas “Anda ven niño” me cogió de la mano y me llevó hasta una tienda de telas moradas y amarilla.

“¿Qué quieres, Lucía?” dijo una mujer de piel morena y que vestía con túnica y turbante.

“Quiero que el niño vea tan bien como veo yo.”

Al principio no entendía nada de lo que decían ni mi abuela ni la otra mujer que me cogió de la mano y me sentó a su lado. Encendió algunas varillas de incienso que hicieron que me empezara a marear un poco, a tener sueño. Me quedaba dormido...

No se exactamente cuando dejé de ver, abrí los ojos y sólo había formas y colores, movimiento. Todo era confuso, intentaba distinguir algo entre aquella visión.

“¿Chimó? Despierta, niño, anda” Era la voz de mi abuela, su voz era azul y clara, ondulada y suave. Y entonces la vi, joven y bellísima, el largo pelo rubio y los ojos más azules del mundo.

“Ven cariño”, me decía mi joven abuela, “voy a enseñarte tu mundo”. Pero yo no veía nada, ni la tienda en la que me quedé dormido ni la mujer que me dejó ciego. Solo a mi abuela. Pero sentía el color del sol, comenzaba a ver el polvo de la luz. Olía las flores silvestres que crecían alrededor, las margaritas, las amapolas, la hierba mojada; todo empezaba a crecer a mi lado, todo más blanco, rojo y verde que antes. Miré a mi abuela que me cogía de la mano y me guiaba, cada vez que la oía o apretaba mi mano me parecía más guapa. “Ven, niño y escucha”. Me quedé quieto, expectante. Un gran rugido me asusto, un sonido profundo, estremecedor, miré de donde procedía y aunque bien sabía que era un león, lo único que vi fue un enorme dragón, verde y lleno de escamas encerrado en una jaula. Agarré a mi abuela y le pregunté si veía lo mismo que yo, asintió sonriéndome. Me tranquilizaba aquel rostro lleno de paz. “venga, vamos a enseñarte más cosas”. Seguimos andando, me paró y me susurró, “adelanta la mano, sin miedo tocalo pero ten cuidado con su cuerno blanco”. ¿Cuerno?¿qué cuerno?. Adelante la mano y noté el húmedo y suave pelaje del hocico de una cebra, pero no era una cebra ya, a mis ojos era un brillante unicornio blanco. “Abuela, ¡mira, mira! ¿lo ves?” “Sí niño, lo veo. Venga que tienes mucho que ver”. Aunque me dio mucha pena separarme del unicornio, me fui porque aun sentía mucha curiosidad por lo que vendría ahora. Mientras caminaba hacia mi próximo destino, escuchaba las voces de los animales que se convertían en enormes lobos, en brillantes fénix y las personas también habían cambiado: la enorme señora barbuda ahora cantaba y me parecía un ángel, notaba las vibraciones en el suelo de los equilibristas y me parecían suaves como gacelas, las risas de los payasos ahora eran como bromas de bufones de reinos muy lejanos. “Entra, niño, hay dos escalones, ten cuidado”, me tropecé pero al final entré. En seguida olí el perfume de las bailarinas, incluso pude oler el maquillaje que usaban. “Por aquí” me decía la abuela, notaba el calor de las bombillas. La abuela me paró, sentí que se iba de mi lado y eso me dio mucho miedo. No quería quedarme solo, pero entonces la escuché, estaba poniendo el viejo tocadiscos y una música muy familiar vino a mis oídos. La abuela me cogió la mano y me puso un trozo de tela en ella, toqué el suave terciopelo del vestido de la mujer más alta del mundo. Me dio otro trozo, el áspero tacto de un tutú y su sonido (“fru, fru”) me enseñó a las delgadas y misteriosas bailarinas cuya piel brillaba con los focos. Ahora noté la suave y resbaladiza tela de seda y vi a los funambulistas volando por los aires, sin cuerdas. Nada tenía que ver con el circo real, todo era ahora mucho mejor. “Y ahora ven, mi niño, que voy a enseñarte lo mejor de todo”. Me llevó hasta una silla y me sentó, esta vez fue ella quien me cogió la mano y la llevó hasta una superficie fría y polvorienta, el espejo del tocador. Volvió a coger mis manos y me hizo tocar mi pelo, rizado y desordenado. “Nota el negro de tu pelo, hijo” me dijo. La cara, suave de niño aun, la nariz grande y la boca gruesa. “¿Notas la infancia en tu cara, la elegancia de tu nariz y la dulzura de tu boca?” yo sonreía. Me dirigió la mano al pecho y sentí mi corazón. “¿Notas el potro trotar, al colibrí volando, niño?” le asentí y sonreía, se que una lágrima se le escapó porque a mi también, y se que somos iguales.

Ya empezaba a ver a mi abuela de nuevo vieja. “Abuela, quiero quedarme así. Me gusta vivir igual que tu, en este mundo”. Entonces me dio una colleja. “No seas loco niño, ojala yo pudiera ver de verdad otra vez. Aunque todo te parezca maravilloso no es mas que una mentira, pues no puedes ver el azul del cielo o el brillo del rocío. Aunque yo sea hermosa y joven, aunque los funambulistas vuelen de verdad y la cebra sea un unicornio, el dragón sigue siendo más fiero que el tímido león”. Ahí estaba mi abuela otra vez con las arrugas tejidas en su cara, cuanto las había echado de menos, como me gustaba recorrerlas con mis dedos. Y su cuerpo, ahora gordo, era donde yo me quedaba siempre dormido y no en su delgada figura de antes. Salí fuera de la caravana y el sol me deslumbró, la cebra seguía durmiendo con su pijama rayado y el león rugía intentando recordar su grandeza.

“Este es tu mundo de verdad, niño, espera ver la gloria que te espera”.

Cristina Sampedro Alonso

miércoles, 25 de marzo de 2009

Al otro lado

Una mañana más mamá me llamó para que bajara a desayunar. Una mañana más observaba inquieto por la ventana de la cocina la casa abandonada al otro lado de la calle mientras daba un bocado a mi tostada. Había algo en esa casa que fascinaba pero a la vez me aterraba acercarme a ella.
Como todos los días, salí de mi casa para ir al colegio que estaba dos calles más abajo. Mientras esperaba a Pedro vi que éste se acercaba hacia mi corriendo y agitado. -Tienes que ver esto, me dijo. Me llevó hacia la entrada de la casa y empezó a echar su aliento sobre una de las ventanas que estaban más cerca de la puerta. Inexplicablemente empezaron a aparecer unas letras hasta que pudimos leer el siguiente mensaje: VENID A JUGAR CON NOSOTROS.

Juan Manuel Regalado Hens.

Una aparición

Se acostó tarde y cansada, sin ganas siquiera de pensar. La oscuridad era total en una habitación que olía a pena y llanto. Le pesaba el negro en su ropa. Tantas horas deseando estar a solas, descansar, y ahora no era capaz de dormir. Como no era capaz de olvidar. Y de pronto, una luz al fondo del pasillo. No tenía nada de especial, era un punto luminoso cualquiera en una penumbra triste más. Una plañidera ordinaria, en una casa vacía. Por unos segundos ella no sabía qué decir, ni qué significaba aquello. Lágrimas se secaban en sus cuencas, intactas gracias al esfuerzo por no parpadear. Al fin reunió valor y alzó la voz -¿quién es?-, irracional preguntarle nada a la negrura. Parpadeó un sonó un ruido quedo: la foto de su marido contra el suelo. -¿Luis?-, pero el haz se había deshecho en ausencia de nuevo.

Mª Dolores García Torres.

lunes, 23 de marzo de 2009

Sin título

Santuarios, tumbas y oscuridad. No recordaba como había llegado hasta aquí, pero esto es todo lo que podía ver. Permanecí erguida, en medio de un estrecho pasillo, sin saber que hacer. Sentía como se posaban en mi las miradas de aquellos que me rodeaban y, a pesar de todo, lo único que sentía era paz y tranquilidad. ¿por qué no me invadía el miedo que siempre había sentido por estos sagrados lugares? Decidí caminar en busca del guarda. De nuevo sin recuerdos, ahora me encontraba en el interior de algún edifico impregnado de soledad y humedad. Oí el sonido de la madera, como el abrir de una caja, y me adentre en la oscuridad en busca de su origen. Choque con algo parecido a un sepulcro. La vista se me nublo y sentí que alguien estaba a mi lado. Poco a poco me incorpore y comprobé que el sonido que había escuchado anteriormente parecía de un ataúd. Extrañamente, la persona en su interior me era familiar, ¿tal vez algún antepasado? ¡No! ¿Yo? Quería salir de allí, correr y correr sin parar pero alguien me lo impedía. Confusión, desvanecimiento, una pequeña luz y, al fin, paz.

Gloria Romero García.

domingo, 22 de marzo de 2009

Sin título

Cinco? Quizás ocho, no las he contado, pero cuando termina el primero empiezo a oler a flores, y entre el olor de las flores distingo el aroma a colonia que está guardada en el baño. Comienzo otro, tres seguidas y vienen ante mi recuerdos que no son míos, que he robado de las fotos del salón y de las memorias ajenas: una barca, un caballo moteado, un nido, una chica rubia... ahora puedo tomar cuatro mas. Me canso y me siento en un rincón. Dos mas. La colonia y los recuerdos se unen y veo una silueta que se acerca. Sí, recuerdo (o quiero recordar) esos pantalones vaqueros, la camisa blanca, el colgante de ancla, la sonrisa amable, la nariz aguileña, la mirada cándida y severa, el castaño pelo algo revuelto. Así esta siempre, es su imagen eterna. Se agacha, me extiende la mano y sonríe. Y con su mano agarrada yo me duermo. Y sigo durmiendo.

Cristina Sampedro Alonso.

Miedo

Mándeseme al mar cual grumete a oír cantos de sirena que llenen de
mentiras mis oídos y presto corra a mi muerte, o permanecer ante el
temido basilisco y que con sus deslumbrantes ojos me torne piedra;
pero no se me obligue, señor, acudir al camposanto esta noche, porque,
ante sus puertas, os juro que mis piernas se tambalearían sacudidas
por ese invisible enemigo al que llamamos miedo. ¿No sabe su señoría
que el día de los difuntos no se debe molestar a nadie?, ¿por qué
despertar entonces a los que de mayor descanso disfrutan? .Una oscura
noche en la que las brujas atemorizaban montadas en sus malditas
escobas, unos niños intentaron mostrar su gallardía para finalmente no
mostrar más que la estupidez del hombre, y, cuando uno de ellos, tras
oír una terrorífica historia sentado entre las tumbas, corrió raído
cual liebre, pero nunca tan astuto, ya que, quizás por temer ese frío
que nos hiela la nuca, que nos sigue cuando caminamos solos, ó a esos
pasos que nadie da, no quiso mirar atrás cuando, saliendo de ese
sagrado lugar, alguien tiró de su capa helándole el corazón de miedo y
llevándolo así hasta el misterioso mundo del que tanto huía. Donde se
vive sin vida sin poder atravesar las tapias ni para danzar con tu
traje de huesos en la más maldita noche del año. Revueltos hallaríamos
sus huesos en la tumba si osáramos abrirla, ya que la sorpresa no fue
encontrar a un niño muerto de miedo asido por una huesuda mano, sino
por una pequeña e insignificante rama de un arbusto que sobresalía por
la tapia.

María Suárez Alonso.

viernes, 20 de marzo de 2009

Llamada perdida

Manolo quiso que lo enterraran con su teléfono encendido y cargado. Era maniático de los móviles y presumía de tener uno para cada cosa. Un Motorola Orange de tarjeta para hablar con sus sobrinos, que usaba poco. Un Samsung de Vodafone, contrato 24 horas, para posibles emergencias familiares. Y el Nokia N96 consumo mínimo movistar tarifa plana cinco, según él duado con Alberto. En uno de los últimos pocos momentos de alivio que le permitieron los opiáceos, le dijo a su amigo asomándose por encima de una dura sonrisa: -Que sea con el Nokia, Alberto. Tiene batería de litio, mucha cobertura. Será el más útil si desde el más allá dejan llamar.

Lo enterraron un mediodía de marzo en el nicho que la familia de su padre tenía en el cementerio allá en lo alto del pueblo. Alberto tuvo que acercarse al encargado para explicarle que Manolo llevaba el móvil encendido en el bolsillo de la camisa, porque uno de los presentes había tenido la ocurrencia a última hora de marcar el número del difunto y, con el fondo de la sintonía de Fauré, aún repetía entre avergonzado y triunfante: -cobertura sí que hay, hay. El encargado se limitó a apostillar, mientras alisaba el yeso cuidadosamente con la espátula: -¡si yo le contara lo que la gente llega a hacer!

Las bromas tienen su momento, pero cuando son macabras se cobran intereses. Dos noches después del sepelio Alberto se despertaba sobresaltado. Son tantos los ruidos que suenan a sintonías en la lejanía de la calle, tantas las llamadas que esperamos de quienes nos olvidaron; tan ligeros esos calambres en la pierna o el brazo que parecen vibraciones. Miró la hora en la oscuridad asfixiante, puso la radio y tras aguantar un segundo o dos cogió el teléfono en un impulso de rabia y ansiedad. No, menos mal, no había ninguna llamada. Cuando volvió a quedarse dormido sus sueños disparatados, coloreados de incertidumbre, lo devolvieron a su amigo enterrado. Recordó que Manolo le había dicho en una ocasión: –A veces sueño que estoy leyendo, que lo intento, pero que no hay luz, ni aire, es como si leyera a cámara lenta. Y soñó que cogía el móvil con unas uñas largas y astilladas, que tenía un mensaje, de dos palabras, que se resistían a ser leídas: estoyvivo?

A la noche siguiente volvió a dormir y a despertar, a escuchar con atención la bolsa de plástico que se movía con la corriente de aire, la pared que crujía al encogerse, su propia respiración en la habitación, y el olor a Paco Rabanne que salía del armario. Despertó con el recuerdo vivo de otro mensaje nuevo: agua. Esta vez, con el corazón agitado, seleccionó el nombre en la agenda y, sin pensarlo, hizo la llamada. Sonó una vez, y dos, y tres. Alberto apreció la sed, la frialdad del nicho. Volvió a llamar y ya más seguro, apretó la tecla roja como quien aplasta una hormiga.

Al amanecer el vibrador sacudió su pecho y abrió los ojos. No podía ser. La debilidad y el frío miedo le impidieron contestar. A partir de ahí perdió la calma. Las punzadas, la claustrofobia, la desazón. Se dedicó a llamar y a llamar, por cada sobresalto, con cada recuerdo, a todas horas. En cuanto asomaba el pánico, buscaba el nombre, le daba a la tecla verde, esperaba, llamada perdida, y se tranquilizaba. Cuando una semana más tarde volvió a marcar desde el trabajo, una voz automática respondió del otro lado: el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura. Entonces borró el nombre, las vibraciones desaparecieron, y volvió a descansar en paz.

Duró poco, sin embargo. Duró hasta que el encargado del cementerio llamó para darle la noticia:

-Dijo el de la policía judicial que debió ser el litio tan cerca del corazón. Las continuas llamadas fueron como descargas de un defibrilador: le devolvieron unos cuantos latidos y la sangre volvió a correr, quién sabe cuántos segundos.

-¿Y por qué no me llamó cuando oyó rasgar el nicho? Preguntó Alberto, sabiendo que ya nunca más estaría tranquilo.

-Aquí hay toda clase de bichos, hasta ratas, contestó el sepulturero mirándose las manos. Lo peor fue que la gente no dejaba de asombrarse, el móvil sonoba y sonaba dentro del ataúd. Cuando fuimos a poner la lápida definitiva me decidí a abrirlo para apagarlo. Y allí estaba. El pobre hombre había conseguido sacárselo del bolsillo. Tenía las uñas destrozadas, el nokia agarrado y la agenda abierta. Supongo que no pasó del primer nombre. Pensé que querría saberlo.

Ricardo Navarrete Franco.